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Una experiencia, una Persona


Una experiencia, una Persona

 

 

Muchos adolescentes y jóvenes dejan de ir a misa, no se confiesan, se alejan de la fe, viven incluso en peligro de pecado. Quizá porque no saben lo que dejan, o porque no les hemos enseñado bien aquello que nos distingue como cristianos, que nos hace vivir con una alegría profunda y con algo mucho más grande: amor.

  

Muchos de esos jóvenes no dejarían la Iglesia si llegasen a hacer una experiencia profunda de lo más importante de nuestra fe católica: saberse perdonados y amados por Dios. Esta verdad debería ser el centro de nuestras catequesis, de nuestra predicación, de nuestro deseo profundo de que los jóvenes descubran el rostro maravilloso de un Dios que es Padre, amigo, hermano, salvador.

  

Ser cristiano no es, por lo tanto, arrastrar una serie de normas, someterse a obligaciones más o menos molestas. Ser cristianos es percibir el don de Dios, como la Samaritana (Jn 4). Ella vivía según lo que pensaba la gente de su ciudad, o bajo el peso de su historia personal; no era capaz de descubrir otros horizontes, ni de pensar en otro estilo de vida. Jesús ayudó a aquella mujer a abrirse a un don más grande, a reconocer la acción de Dios en el mundo, a darse cuenta de que el culto verdadero se vive “en espíritu y en verdad”.

  

Algo parecido ocurrió con Saulo de Tarso. Estaba convencido de que su vida era buena, de que tenía la verdad, de que los cristianos eran “un problema” y “un peligro”. Cumplía la Ley, no quería separarse ni un milímetro de las tradiciones de sus padres. Pero olvidó que el centro del mensaje de Dios es la misericordia, y no supo reconocer que esa misericordia se había hecho presente en nuestra tierra cuando el Hijo del Padre vino como Hombre entre los hombres, cuando Jesús nos reveló el verdadero Rostro de Dios.

  

El día en que Saulo, convertido luego en Pablo, escuchó al Maestro, dejó su vieja mentalidad y cambió totalmente de vida. Hizo una experiencia y se enamoró de una Persona: “ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Ga 2,20).

  

Seguimos a una Persona, amamos a un Dios hecho hombre. Vamos tras las huellas de Jesús, el Hijo del Padre entregado por nosotros como Pan humilde, crucificado como Cordero sacrificial, resucitado ante los ojos atónitos de un puñado de testigos. Jesús vive en cada celebración eucarística, nos habla en su Evangelio, nos abraza en la comunión, nos dice “te perdono” a través del sacramento de la Penitencia

  

Eso es ser y vivir como cristianos. Todas las demás virtudes surgirán como arroyo unido a una fuente de aguas vivas: caridad, justicia, pureza, esperanza, perdón, misericordia, esa lucha diaria por ser fieles a Dios, la confianza de saber que Dios nos quiere perdonar después de cada caída.

  

Quien hace una experiencia profunda de Cristo, quien llega a sentir su Amor y a desear amarlo, vivirá siempre a su lado. Quien ha encontrado fuentes de aguas vivas no buscará el consuelo de cisternas rotas. Aunque a veces uno se sienta “extraño” en un mundo demasiado lleno de caprichos. El tesoro, la perla que lleva junto a su corazón, vale más que cualquier placer pasajero: su máxima ilusión será vivir en intimidad de amigo con un Dios que nos ama a todos con locura.