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Una carta desde la fe

Una carta desde la fe

 

Te mando un nuevo saludo esperando que te encuentres bien. Quería reflexionar contigo sobre aquello que parece separarnos, cuando quizá estamos más cerca el uno del otro de lo que parece.

Hemos recibido una educación parecida. Nacimos en familias católicas, tuvimos educadores que nos enseñaron la fe, conocimos a catequistas entusiastas y sacerdotes ejemplares. Luego nos separamos. Tú has dejado la fe, la has puesto entre paréntesis, no ves motivos para creer, para reconocerte cristiano. Yo pienso ser creyente, y acepto con alegría lo que propone la Iglesia, lo que se vive en los sacramentos, lo que enseña el Evangelio.

¿Qué ha pasado? ¿Cuál fue el motivo que nos ha llevado a seguir caminos distintos? No es fácil ofrecer una explicación de lo que pertenece a algo íntimo, personal. La trayectoria de cada uno depende de encuentros, lecturas, experiencias, reflexiones. Muchas veces no sabemos exactamente en qué momento confirmamos una opción, o dejamos de lado lo que antes creíamos ser verdadero.

A veces un mismo acontecimiento produce resultados distintos. Un accidente de carretera lleva a un joven a aumentar su fe, mientras que otro la pierde completamente. Un éxito académico lleva a la gratitud hacia el Dios que nos da unos talentos, o a un camino hacia el racionalismo o hacia el apego a lo empírico que termina por hacer imposible, al menos por ahora, creer en Dios y en la vida eterna. Una relación de amistad hace que un creyente contagie su fe a un ateo, o que un ateo siembre dudas y preguntas en quien hasta ahora vivía una fe cómoda y tranquila.

No me toca a mí interpretar lo que haya sido tu trayectoria. Una serie de acontecimientos te han separado de la Iglesia. No has encontrado en ella, me dices, una preocupación seria por aquello que para ti era importante. Además, desde lo que has leído en libros o en la prensa, desde lo que escuchas continuamente en la televisión o la radio, ha crecido en tu corazón una desconfianza hacia la “autoridad”: el Papa, los obispos, los sacerdotes, no te parecen personas creíbles. A veces incluso les acusas por vivir de modo incoherente, por suscitar escándalos, por no saber comunicar con un mundo que avanza, según dices, por otros binarios.

Para responderte a cada punto necesitaría más tiempo del que ahora tenemos. Sólo permíteme decirte que la Iglesia que yo conozco, que yo vivo, es muy distinta de la que veo y escucho en los medios de comunicación. Me dirás que tengo “defecto profesional”, que no creo a la prensa porque soy sacerdote, y así mis palabras no valen, no son independientes.

Al menos, espero, reconocerás que he podido oír, hablar, leer y tratar con muchos obispos y sacerdotes, y que esto me permite no ser un simple “credulón” que no conoce nada de la Iglesia. La conozco desde dentro, y no creo engañarme a mí mismo cuando digo que he tratado y que puedo seguir tratando a cientos de católicos que me dan continuamente ejemplo de coherencia y autenticidad en su fe y, sobre todo, en su caridad.

Permíteme (y esto puede parecer más fácil, aunque no lo es) reflexionar sobre el porqué de mi fe. Tú dirás que he creído por inercia, porque nunca me he cuestionado mis certezas, porque resulta fácil acoger acríticamente lo que uno ha recibido en la familia o en la escuela.

Supongo que tengo derecho a la réplica. Si algo puedo decir, pienso que lo que algunos llaman inercia para mí no es más que amor y seguridad. No tengo motivos para dudar del Evangelio, ni de los obispos y sacerdotes, ni del Papa. Para mí Jesús es Dios: hizo milagros, enseñó el amor, confirmó con su entrega, con su sangre, la fidelidad al Padre. Al resucitar sacó del miedo y de la duda a los discípulos. Envió al Espíritu Santo, y desde entonces su Palabra ha llegado a millones de conciencias.

¿Cómo probarte esto? Es difícil, pero a lo largo de los siglos millones de hombres y mujeres acogieron libremente a Jesús. Han vivido en la fe, en esa actitud interna de quien no duda. Saben (aunque no puedan demostrar su fe con una fórmula química) que Dios ha actuado en la historia, ha dejado una semilla para que, quien lo desee, pueda acogerla, pueda hacerla propia, pueda permitir que germine y crezca.

Entonces, me dirás, ¿por qué tantos no creen, por qué tú mismo ahora vives en la duda? ¿No será injusto un Dios que dice poco de sí mismo, que ahorra milagros? ¿No sería más fácil creer si Dios, con un poco de “exhibicionismo”, disipase las dudas e impusiese, casi por la fuerza, la evidencia de que existe y de que es el Creador del mundo, el Señor de la historia?

No me resulta fácil responderte a esto. Nos resulta extraño ese modo de actuar de Dios entre los hombres. Parece que ha preferido la vía de la discreción, de la humildad, de lo cotidiano. Ha habido, sí, milagros especiales (para mí la misma vida es un milagro) en algunos momentos y lugares del planeta. Pero la mayoría no hemos presenciado esos acontecimientos extraordinarios, y creemos por lo que otros nos han dicho. La misma resurrección del Señor fue vista por muy pocos testigos. Por eso fueron tantos ayer, y son tantos hoy, los que la ponen en duda, los que piensan que es mentira, los que incluso buscan el “cuerpo” de un Jesús que nunca habría sido Dios...

Sin embargo, con tan “pocas” pruebas, apoyados en una historia contada por hombres frágiles, unos creemos y otros no creen. Es un misterio, pero un misterio ante el cual tú y yo tenemos que tomar una opción. Tú dices no ser capaz de creer, de ver con desconfianza lo que enseña la Iglesia. Yo sigo en el camino de la fe, en la que a veces se dan momentos de sombra y de dificultad, pero que suele darme una luz y un modo de ver las cosas que da sentido a toda mi existencia, que me permite comprender de un modo muy particular lo que ocurre a junto a mí, lo que ocurre lejos, en este mundo que gira y que cambia sin cesar.

Seguimos en contacto, si Dios (uso mi terminología, quizá tú digas “si las fuerzas físicas del universo”) nos permite continuar en el camino de la vida. No sé si pronto prepararé otra nota para avanzar en este diálogo. Desde ahora te deseo que alcances a comprender lo que es parte de mi vida. Como te decía al inicio, quizá, sin saberlo, tenemos más cosas en común de las que aparecen a primera vista: los dos queremos conocer la verdad, y no descansaremos hasta llegar a la meta.

Para mí, en parte (no conozco todos los tesoros de Dios), ya ha sido descubierta. Mi verdad se llama Jesús. Para ti, no sé qué nombre tenga, pero estoy seguro de que los dos sólo descansaremos plenamente el día en el que, sin misterios, nos encontremos en aquella luz que disipa las tinieblas, que permite alcanzar certezas que superan nuestros anhelos más profundos, nuestros sueños de felicidad y de justicia.

Salúdame a los conocidos. Pido por ti. Tú recuérdame de la manera que prefieras. Si alguna vez rezas, ten por seguro que alguien te escuchará con mucho cariño, porque es Padre.

Tuyo, Fernando.