De niños nos gustaba buscar tesoros. De grandes nos gustaría encontrarlos, hacernos con ellos sin peligros y sin graves esfuerzos.
No es fácil encontrar un tesoro que valga de verdad. Para el cristiano, sin embargo, el tesoro ya está a nuestro alcance, es posible conseguirlo en cualquier lugar, en cualquier momento.
Aquel que más puede llenar nuestro corazón, que puede darnos la vida eterna, el único que puede hacernos felices y dichosos, vino a la Tierra, habitó entre nosotros, nos enseñó cómo nos ama el Padre, nos abrió el camino del cielo.
No todos, sin embargo, han llegado a descubrir este tesoro. Muchos se aferran a cisternas rotas (Jer 2,13). Creen que el agua de esta vida los puede saciar, piensan que es mejor un poco de dinero en el banco que no el sacrificio de buscar algo que no termine. Se abrazan a un rato de placer inmediato como si fuese eterno. Luego, todo lo terreno pasa, se esfuma, dejando quizá recuerdos más o menos alegres, mientras no se apaga una extraña inquietud que bulle dentro de nuestro espíritu vagabundo...
Otros, de niños, han oído hablar del tesoro. Les han enseñado la fe, aprendieron a rezar, iban a misa los domingos. Pero quizá algunos no llegaron a comprender todo el valor de lo que tenían en sus manos. Cuando llega un problema, cuando vivir como cristianos implica algún sacrificio, cuando arrecian las críticas o las incomprensiones, dejan de lado el tesoro, lo pierden, incluso, con el gesto más dramático, con la herida más profunda que puede dañar un corazón humano: el pecado. ¿Conocían de verdad el tesoro que llevaban en sus manos? ¿Lo amaban sinceramente?
Otros siguen en la búsqueda. Nada les ha llenado su hambre de lo eterno. Nada ha podido satisfacer sus corazones sedientos. Heridas y golpes, fracasos y desilusiones, les han hecho ver que todo aquí pasa, que la riqueza y el bienestar de un momento es algo frágil, que los cariños de hoy pueden ser sombras errantes del mañana.
El tesoro sigue escondido en el campo. Algunos lo han encontrado. Han visto que era aquello que buscaban. Una vez descubierto, llega el momento de tomar decisiones: dejarlo todo, vender el pasado, romper con vicios arraigados, luchar por conquistar virtudes y sosiego. La oración se convierte en una necesidad, y la abnegación, palabra extranjera en muchos hogares del planeta, se convierte en moneda preciosa, en medio para llegar a la conquista, en necesidad para que el tesoro no se pierda, para que la vida no nos aparte de la meta.
Hoy es un día para abrir el Evangelio y escuchar al Maestro. Para sentir su voz sencilla, su doctrina de amor y de esperanza. Para ver que nos mira y nos dice, desde lo profundo de su cariño por el hombre, una parábola: “El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo...” (Mt 13,44).