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Un profesor evolucionista

 

 

El profesor había dado una clase magistral. La química, la embriología, la paleontología, la botánica, la zoología: todo servía para probar la evolución. Darwin fue un genio (desde luego, había que mejorarlo), los neodarwinianos un portento, los etnólogos unos expertos, y... y los pobres creyentes, seres desfasados que todavía creen en la verdad de la Biblia y en el mito de que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de Dios.

Pilar había estado más atenta que nunca. Veía como el profesor movía los brazos, gesticulaba, cambiaba los tonos de voz. Notó que, en un momento de descuido, una nube en el desarrollo de las ideas podía abrir alguna ventana a la verdad de Dios. Pero luego el profesor ataba cabos y todo volvía a la normalidad: no había Dios o, por lo menos, no hacía ninguna falta para trabarlo todo.

¿Qué pensar ante una teoría tan completa? Pilar llegó a la conclusión de que si todo procedía según la evolución, y que si los “errores evolutivos” se pagaban con la muerte, entonces el “error de los creyentes” debería haber desaparecido desde hacía muchos siglos.

Ese error, a pesar del profesor y de quienes piensan como él, sigue hoy en pie. Un error que, precisamente, en cuanto error, pone un problema al evolucionismo y a cualquier doctrina que afirme que todo procede por necesidad y que los fallos evolutivos tienen que extinguirse con el sujeto o el grupo que los intenta transmitir.

Habrá que ver, dentro de unos años, si todavía habrá creyentes como Pilar, o si habrán desaparecido los científicos que, con seguridad absoluta y una extraña mezcla de lógica y de datos no siempre bien trabados, afirmaban que a la fe le quedaba muy poco tiempo de vida en un planeta cada vez más maduro y más “científico”.

Pilar ha salido otra vez al campo. Un jilguero le ha dado los buenos días. Como era su costumbre, también hoy pudo ayudar a una anciana a cruzar la calle. Luego, en su casa, abrió una Biblia y se puso a hablar con Dios, con sencillez, con gratitud: si existimos es gracias a Él, no a las casualidades evolutivas.

Mientras, nuestro profesor cogía su coche. Sin preocuparse por mirar quién estaba a su lado, aceleró para llegar pronto a casa. Su esposa le esperaba ansiosa porque quería darle una noticia: el pequeño de la familia, Julito, con sus 10 años bien cumplidos, acababa de pedir ser bautizado.

Buena sorpresa para el pobre profesor... Esta “anomalía evolutiva”, la fe de su hijo, no encajaba con sus magníficas clases ni con sus deseos de tener un hijo sano, sin ideas del pasado. Al profesor le toca esa simpática experiencia de encontrarse con la picardía de un Dios que sorprende a los soberbios llenos de títulos y de ciencia humana, y da sueños de esperanza a las flores, los gorriones y los niños...