Corrían los primeros días del mes de abril de 2004. En la ciudad de Barcelona dos esposos se acercan a un sacerdote y le preguntan si sabía inglés. Ante la respuesta afirmativa, piden un favor especial: que explique a su hijo de 9 años quién es Dios.
El mismo hijo había formulado varias veces esa pregunta a sus padres. Pero como ellos eran ateos, no se sentían capaces de ofrecer una respuesta. El niño no sabía prácticamente nada sobre Dios, pues no había recibido ninguna educación religiosa en casa o en la escuela. Quizá habría escuchado en algún lugar algo sobre ese ser misterioso que algunos llaman “Dios”. Un día empezó a buscar a alguien que le pudiese decir algo más sobre este “tema”.
Esta anécdota nos pone ante dos realidades. La primera es que hay familias en las que la religión brilla por su ausencia. Algunas de esas familias han aceptado un ateísmo teórico y práctico. Organizan su vida según lo que resulta “normal” y racionalizable: obtener dinero con un trabajo honesto, acoger a los hijos, tener momentos de descanso y de vacaciones, quizá realizar alguna actividad de tipo filantrópico. Los hijos son educados en un completo vacío religioso, pues Dios no tiene ningún espacio en esos hogares: se vive como si no existiese, como si fuese totalmente ajeno a la existencia humana.
Otras familias se caracterizan por un “barniz” de algunos principios religiosos. Creen en la existencia de Dios, incluso quizá pertenecen a la Iglesia católica o a alguna confesión cristiana. Pero, en la práctica, la vida se desarrolla alrededor de preocupaciones y de proyectos que son comunes a quienes no creen en Dios. Los hijos reciben un barniz religioso, pero no ven casi nunca orar a sus padres, ni tienen momentos para leer la Biblia o hablar de religión con ellos.
La segunda realidad es ese deseo de conocer a Dios que nace, espontáneo o provocado, en los niños y en no pocos adultos. Algunos han vivido en el ateísmo más radical, teórico o práctico, pero un día se preguntan si sea posible que exista un Dios. Y, si Dios existe, quieren saber cómo es, qué hace, si se puede tratar con Él y si interviene en la vida de los hombres y mujeres del planeta.
La pregunta de un niño de 10 años podría suscitarnos una extraña sensación interior de desasosiego. ¿Qué hubiese ocurrido si me hubiese preguntado a mí? ¿Cómo le respondería?
No es fácil hablar de Dios a quien nada sabe de quien nos ama con locura, como un Padre, como una Madre. Cada vez será más frecuente tener que responder a este tipo de preguntas. La mejor respuesta la darán quienes tratan con Dios como lo que es: un Ser superior y cercano, nuestro Creador y nuestro mejor Amigo, nuestro Redentor. Quienes han descifrado lo que es su amor de Padre y lo que ha hecho al enviarnos a su Hijo. Quienes tienen un corazón de niños, manso y humilde, puro y pacífico, y se dan con alegría al servicio de los que viven a su lado. Quienes han dejado su egoísmo y han aprendido que en el Reino de los cielos es mejor dar que recibir, servir que ser servido, humillarse que enaltecerse, morirse en el surco, como la espiga, que conservar los dones de Dios escondidos bajo la almohada. Quienes, en definitiva, aman mucho porque se les ha perdonado mucho...