1) Para saber
Hacer el bien no siempre resulta agradable, pero siempre resulta satisfactorio. Romper la inercia de nuestro modo de vivir puede costar esfuerzo. Sin embargo, como decía San Josemaría, la felicidad no consiste en llevar una vida cómoda, sino una vida enamorada. El Papa Benedicto XVI escribía que cuando el hombre no vive dándose en el amor, su vida se ve frustrada.
2) Para pensar
Transcribo el testimonio de un estudiante que nos revela ese secreto que esconde el servicio.
Venían las vacaciones y yo esperaba un tiempo cómodo: levantarme tarde, ver televisión, desvelarme con mis amigos… sin embargo un amigo me insistió en que lo acompañara a… África. Sería prestar ayuda a unas religiosas. Me costó aceptar y lo hice más por amistad que por gusto.
Cuando llegamos a Nairobi, Kenia, nos preguntábamos cómo unos inexpertos universitarios podríamos ayudar en aquella África polvorienta y calurosa. Quizá arreglando tejados o pintando, pero no teníamos experiencia en ello. En fin, haríamos lo que pudiéramos. No sabíamos que realmente nosotros recibiríamos mucho más de lo que logramos dar: tuvimos la suerte de entrar en un mundo pobre, a través de un alojamiento para niños moribundos de las Hermanas de la Caridad.
Entramos en aquella casucha, un tugurio sin muebles, con poca luz. Contrastaban las hamacas llenas de niños enfermos y lloriqueando con los limpísimos trajes talares blancos y azules de las Hermanas de la Caridad, quienes rebosaban alegría. Nunca había visto nada así. Mis compañeros se esparcieron por las estancias, siguiendo a distintas monjas, que requerían su asistencia.
Yo me quedé bloqueado, en mitad de la habitación. Una hermana me preguntó en inglés: “¿Has venido a mirar o quieres ayudar?” Sorprendido por tan directa pregunta, balbuceé: “A ayudar…”
Me siguió diciendo: “¿Ves a ese niño de allí, el del fondo que llora?” En efecto, lloraba desconsoladamente, pero casi sin fuerza.
“Sí, ése”, le dije señalándolo. “Bien: tómalo con cuidado y tráelo. Lo bautizamos ayer”. Lo noté con una fiebre altísima. El niño tendría un par de años. “Ahora tómalo y dale todo el amor que puedas”. Me excuse diciendo: “No entiendo…”. “Sí, que le des todo el cariño de que seas capaz, a tu manera”. Y me dejó con el niño. Entonces hice lo que se me ocurrió: le canté, lo besé, lo arrullé… Por fin dejó de llorar, me sonrió, se durmió.
Al cabo de un rato, busqué llorando a la hermana: “Hermana: no respira”. La monja certificó su muerte: “Ha muerto en tus brazos… Y tú le has adelantado quince minutos con tu cariño el amor que Dios le va a dar por toda la eternidad”.
Esas palabras me abrieron el entendimiento. Comprendí tantas cosas: el cielo, el amor de mis padres, el amor de Jesús, los detalles de afecto de mis amigos…
Mi viaje a Kenia supuso un antes y un después en mi vida. Ahora sé que todos tenemos “Kenias” a nuestro alrededor para dar amor cada día. No hay que viajar a Kenia para saber que podemos adelantar y dar el amor que Dios nos tiene.
3) Para vivir
Podemos esforzarnos por imitar el principio de vida que tenía la fundadora de las Misioneras de la Caridad, la beata Madre Teresa de Calcuta, cuando decía: “Voy a pasar por la vida una sola vez, cualquier cosa buena que yo pueda hacer o alguna amabilidad que pueda hacer a algún humano, debo hacerlo ahora, porque no pasaré de nuevo por ahí”.