Reflexión del libro “Abrir ventanas al amor”
A todos nos gusta conservar nuestra libertad, poder salir según el propio antojo con una u otra persona, escoger el lugar de descanso este fin de semana, fijar los momentos que vamos a dedicar a los distintos programas de televisión. De repente, irrumpe en nuestras vidas un amor que revoluciona todas las coordenadas en las que nos movíamos antes libremente. Es la experiencia del enamoramiento, en la que olvidamos las citas con los amigos, los programas preferidos e, incluso, el día de cobro en nuestra empresa (cosa extraña pero posible). Esa experiencia puede durar días, semanas o meses, y crea a nuestro alrededor sonrisas simpáticas de quienes notan nuestros despistes y murmullan la explicación más lógica: “Está enamorado”.
Tal vez el conocimiento de la nueva persona (un chico, una chica, según sea el lado de la orilla en el que nos encontremos) ha causado toda una revolución en nuestro ser. Parece que la vida gira en torno a quien es ahora el nuevo centro del corazón, y un retraso, una omisión de la llamada telefónica, una cita que ha tenido que saltar por un compromiso imprevisto de última hora puede ser motivo de una inquietud que parecería ridícula si lo pensásemos fríamente, aunque a nosotros nos resulte la cosa más importante del mundo.
La vida conduce a miles de estas experiencias, hacia un compromiso mayor. El noviazgo, una curiosa jaula que todavía deja abiertos muchos espacios a la libertad de cada uno, es una aventura apasionante, llena de esperanzas e ilusiones, de alegrías, de sueños, de profundidad. Pero no basta. Y el amor culmina cuando los dos, llevados por aquel impulso inicial que nació en un momento más o menos preciso del pasado, llegan al altar, y se prometen fidelidad y entrega para toda la vida y en todas las circunstancias.
Las líneas anteriores reflejan la experiencia de miles y miles de hombres y mujeres hasta un momento decisivo de la propia existencia, el del matrimonio. Con él se inicia una nueva fase en las relaciones entre el hombre y la mujer, mucho más profunda, mucho más rica, mucho más comprometedora, pero no pocas veces llena de mayores problemas para los dos. ¿Por qué ocurre esto, si en el noviazgo el amor parecía “fuerte como la muerte” e impetuoso como un torrente en crecida? Porque antes se vivía subyugado por el amor, pero siempre dentro del marco de la propia libertad, que no se sentía encadenada por unos compromisos que se convierten en algo definitivo, “hasta que la muerte nos separe”, al pasar la frontera de las bodas.
El noviazgo no era una “rendición incondicional”, sino una entrega “provisional” de la propia libertad, hasta ciertos límites que aún estaban bajo nuestro control. Pero el amor iba cerrando el marco de la propia autonomía, y un día los esposos se ven en esa jaula, más perfecta (más cerrada), en la que la propia libertad parece haber desaparecido, “sin condiciones”.
¿Será verdad, entonces, que quienes se casan ya no pueden amar con la espontaneidad y la frescura que mostraban cuando eran solamente novios?
La pregunta, por desgracia, nos viene ante tantos y tantos matrimonios que fracasan, ante tantas y tantas parejas de casados (y cansados) que soportan o sobrellevan, con un gran aburrimiento, el sucederse irrelevante de los aniversarios de bodas. Si antes del matrimonio el sonido del teléfono era capaz de levantar al uno o a la otra de la butaca en la que se veía una emocionante película, ahora parece que no dice nada el sonido de los zapatos en el umbral de casa, cuando llega la otra “media naranja” después de haber comprado algunos objetos para el hogar. La normalidad y la cotidianidad han puesto toneladas de polvo a un cariño que fue emocionante y vivo, y que ahora tiene mucho de inercia y de apatía.
¿Cómo romper con esta situación? ¿Cómo avivar el fuego casi frío de unas brasas sofocadas por una gruesa capa de cenizas? Reinstaurando, como en los primeros días, el amor fresco y libre. Se trata de ver en el otro o en la otra a aquel corazón que un día robó el nuestro, no para encadenarlo y privarlo de la propia libertad, sino para englobarlo en una libertad superior, la del “nosotros”. Hay que aprender a renunciar, de vez en cuando, a un pequeño derecho (como cuando se estaba en el noviazgo) para ofrecer un gesto de cariño al otro. Hoy será él quien no acuda una tarde al club para poder salir de paseo con ella. Mañana ella preparará un pastel especial para la cena, aunque sabe que por eso tendrá que perderse un programa de la serie televisiva favorita. Y así miles de gestos de amor, de amor elegido incluso sacrificadamente. Ese amor alimenta, plenifica, perfecciona la libertad y, así, a la persona, al esposo y a la esposa. ¡Extraña paradoja: renunciando soy más libre! Sí, porque es renuncia de amor, es elección de amor.
La plenitud de esas pequeñas renuncias se logra, de un modo muy especial, cuando se produce la apertura a aquellos nuevos inquilinos que, gracias al amor mutuo, llaman a las puertas del lecho nupcial y permiten a la pareja la aventura del saberse “papá” y “mamá”. Por primera, por segunda, por tercera... o cuantas veces Dios diga y nuestro amor lo permita...
Son muchos los programas que se pueden lanzar para ayudar a encender en las chimeneas de nuestros hogares la chispa del amor fresco y joven (aunque se tengan ya más de 25 años de casados...). El más hermoso de ellos será el de un compromiso sincero y renovado por unirse en un “nosotros” que supere cualquier agujero de egoísmo y que abra a cada matrimonio a una mayor generosidad en el amor, como la que significa la acogida de cada nuevo hijo.
Ese es el deseo de Juan Pablo II respecto de todas las familias del mundo. Ese es el compromiso de quien de verdad quiere vivir el amor. Ese es el mejor regalo que podemos ofrecer a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. Ese es el programa más perfecto que llevará al mundo a una nueva civilización del amor, la que el cristianismo ha buscado durante dos mil años. ¿No será hora de hacerla realidad?