Nos gusta soñar en un mundo limpio, sin contaminación, sin ruidos, con parques y jardines, con justicia y paz para todos. No es tan fácil, sin embargo, descubrir los caminos que nos puedan llevar a construir un planeta más bello y más feliz.
En las noticias suelen aparecer declaraciones de científicos, industriales o personajes famosos en las que expresan su deseo de lograr un mundo mejor. Para algunos, lo más urgente será dar medicinas y comida a los pobres. Para otros, hay que detener cuanto antes el “calentamiento global”, o tapar el agujero de ozono. Otros tienen como meta contener la “explosión demográfica”: disminuir el número de nacimientos de los países pobres e, incluso, reducir el número de seres humanos en un planeta que ya ha sufrido demasiado por culpa de la raza que se ha creído “racional” cuando sería, según ellos, sumamente “irracional” y peligrosa.
Mientras se producen estas declaraciones hay miles de voluntarios que hablan poco, que no aparecen en la televisión o en la prensa. Cada día se ponen a trabajar en lo concreto, en primera fila.
Van a zonas pobres para curar y acompañar a niños, adultos y ancianos que carecen de las atenciones básicas. Viajan a zonas llenas de peligros para llevar comida y medicinas a los más abandonados. No les importa si pueden contraer la malaria o sufrir el ataque de algún grupo de ladrones o de guerrilleros. Lo importante es ponerse en camino, salir de uno mismo y servir a los más desamparados.
Otros ayudan a los demás no sólo con lo material, sino que quieren dar un paso más. Se han propuesto llevar el Evangelio a cada rincón del planeta, presentar el amor de Dios en Jesucristo a todos los hombres, enseñar lo que es el perdón y la misericordia, mostrar la belleza de la Iglesia católica, de la familia de los hijos de Dios.
Miles de misioneros, laicos y religiosos, salen y van a los rincones más escondidos del planeta, con una mirada llena de esperanza, con un corazón capaz de acoger a todos: leprosos, marginados, fugitivos, incluso delincuentes (también en la cárcel se puede misionar).
El mundo mejor que algunos sueñan es, hay que reconocerlo con sinceridad, un mundo a la medida del egoísmo de unos poderosos, que desean conservar jirafas, rescatar ballenas y evitar que los pobres tengan hijos. El mundo mejor que soñamos los cristianos es muy distinto: un mundo en el que cada hombre y mujer, rico o pobre, sano o enfermo, reciba el respeto y el cariño que merece. También con un ambiente sano y limpio, por el que se trabaja al mismo tiempo que se da comida al hambriento y medicinas al enfermo.
Mientras unos dan dinero para parques inmensos en los que se impide a los pobres sembrar un poco de terreno para tener algo de comer, otros luchan y seguirán luchando para que una madre casi esquelética pueda dar de comer a sus hijos sucios y harapientos, pero que valen simplemente por ser hombres, amados por el mismo Dios que hace llover sobre buenos y malos.
Son dos modos de trabajar por un mundo mejor. Quizá descubramos que en algunos puntos concretos no son incompatibles. Pero mientras la malaria y el SIDA sigan matando a millones de personas cada año, lo más urgente será volcarnos sobre nuestros hermanos más necesitados. Ya después veremos cómo cuidar a las ballenas para que alegren la sonrisa de los niños (ricos o pobres) y de los adultos, en un mundo donde puedan convivir, en la paz de Cristo, todos los hombres como hermanos.