Luego de una prolongada agonía, con intensísimos dolores que provenían de sus pulmones ya deshechos y que recorrían su cuerpo mermado, inhaló todo el aire que pudo, que ya fue poco, para pronunciar la frase inmortal: “No muero… entro en la vida”. Luego miró el crucifijo que sostenía entre sus manos replegadas sobre sí misma, y suavemente dijo: “Te amo, cuánto te amo” y cayó exhausta sobre la almohada, muriendo…
Era el 30 de septiembre de 1897, ella estaba en la enfermería del convento de carmelitas descalzas de la ciudad francesa de Lisieux. Ella no se imaginaba que la ciudad le daría su propio nombre y que sería conocida por siempre como Teresa de Lisieux, tampoco sospechaba que sería beatificada, canonizada, nombrada Patrona de las Misiones, proclamada Doctora de la Iglesia Universal, y que para los franceses sería su más grande tesoro junto con Santa Juana de Arco.
Thérèse Martin Guerin había entrado al convento de Lisieux apenas a la edad de 15 años en respuesta al anhelo que desde su interior le inspiraba ser monja carmelita para casarse con Cristo. Era la más chica de la casa, lucía como toda una monjita, pequeña y revestida de ternura. Su mirada profunda ya reflejaba la presencia de Dios que la inhabitaba y que desde su interior la llamaba para sí. Ella tomó el nombre de Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Parece que con su breve vida quiso abarcar toda la vida del Salvador, desde su nacimiento en Belén hasta su muerte en el Gólgota. Ella quiso coexistir en el mundo con Cristo, desde que era niño arrullado por la virgen María, hasta que fue mostrado como el Ecce Homo de rostro doliente. Él se lo concedió.
Nació en Alencón, en la Normandía francesa, el 2 de enero de 1873 y murió 24 años después. En el convento pasó sus últimos 9 años en esta vida, pero esos pocos años le obtuvieron de Jesús, su más grande amor, la vida eterna. Ella lo esperaba, por eso un día les hizo saber a sus hermanas que “con mi muerte haré caer una lluvia de rosas” y luego prometió: “Pasaré mi Cielo haciendo el bien en la Tierra”. Así ha sido, verdaderamente así es. La manera en la que esta hermosa Santa se hace presente en la vida de quien la busca es una cosa que impresiona pues le llena la vida de rosas con su bondadosa presencia. Teresita logra cambiar las espinas que todos llevamos por suaves pétalos que transforman las penas en dulce perfume de flores con aroma a rosas.
Le llamamos Santa Teresita para distinguirla de Santa Teresa de Jesús, la fundadora del Carmelo, Teresa de Avila, aunque con lo de “Teresita” no le hacemos ningún favor porque pareciera que la empequeñecemos. Sin embargo, no creo que a ella esto le importune, pues supo encontrar la grandeza en su pequeñez, de allí que en sus escritos en la “Historia de un alma” desarrollara toda una doctrina, el caminito espiritual.
Santa Teresita explica así su pequeña doctrina: “Comprendo y sé muy bien por experiencia que el reino de los cielos está dentro de nosotros. Jesús no tiene necesidad de libros ni de doctores para instruir a las almas. Él, el Doctor de los doctores, enseña sin ruido de palabras… Yo nunca le he oído hablar, pero siento que está dentro de mí, y que me guía momento a momento y me inspira lo que debo decir o hacer. Justo en el momento en que las necesito, descubro luces en las que hasta entonces no me había fijado. Y las más de las veces no es precisamente en la oración donde esas luces más abundan, sino más bien en medio de las ocupaciones del día…”
Cuando Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz entraba en la vida desde la enfermería de su convento, a la brevísima edad de 24 años, no imaginaba que sus restos-reliquia recorrerían México, llenando de flores este suelo desde el norte hasta el sur, desde que llegara al aeropuerto el 17 de enero, recibida en el Salón Oficial, hasta que su urna fuera embarcada para volar de México a París el 30 de marzo de aquel 2001. Desde dentro de esa urna hermosa en forma de capilla, de madera con bronce y marfil, esta niña mía hizo que en México exclamáramos “Una flor del Cielo visita nuestra tierra” mientras veíamos la conversión de millones de corazones que, luego de haber estado endurecidos por años, al tocar una rosa a sus reliquias, quedaban inflamados de amor, créame, de inexplicable manera.