Una de las cosas más difíciles de definir es el concepto de “salud”. Bajo esta palabra caben ideas tan distintas como la de ausencia de dolores, perfecto funcionamiento de todos los órganos, armonía entre los niveles corpóreo y psíquico, etc. A cada definición podemos contraponer muchas preguntas, y así lo que podríamos considerar “salud” se convierte muchas veces en algo subjetivo, en un modo de sentirme bien, de creer que estoy en forma... Lo que sí está claro es que hay enfermedades o anomalías graves que, antes o después, llevan al colapso total, llevan a la muerte, aunque uno piense que vive mejor que nunca. A la medicina le corresponde, siempre que sea posible, encontrar una solución a estas situaciones de gravedad, y es por ello que no sin razón hay quienes consideran al médico como un protagonista central de la vida de muchos hombres.
Habrá enfermedades del cuerpo que pueden exigir el corte, la amputación, de una parte del organismo. La gangrena y el cáncer, por ejemplo, exigen intervenciones drásticas, que conllevan dolores y molestias de todo tipo. La supervivencia, sin embargo, justifica tales sacrificios, pues es mejor caminar cojito que estirar demasiado la pierna... Otras veces, gracias a Dios, la curación será mucho más sencilla, pero no por ello menos necesaria. Hay que ir al médico, hay que dejarse ayudar.
Es posible, en este contexto, hacer una pequeña analogía entre la vida matrimonial y la salud. Y es que un matrimonio, como cualquier cuerpo sano, puede sufrir enfermedades. Lo cual implica que habrá “terapias” para una pareja “enferma” en su unión conyugal, que existirán “médicos” (consultores familiares, psicólogos, amigos, sacerdotes, etc.) que puedan devolver la “salud” de un matrimonio en crisis.
En el matrimonio se dan enfermedades de diversa envergadura. Desde esos pequeños roces de todos los días, donde papá y mamá discuten sobre si hay que dejar a los hijos hacer esto o lo otro, o si conviene comprar una nevera más grande o más pequeña, hasta esos momentos de mayor tensión en la que parece que ninguno quiere ceder y que el otro tiene toda la culpa. Los momentos más álgidos pueden llevar a insultos, al cierre de todo diálogo, incluso a la salida de él o de ella para pasar varios días en casa de otros familiares o amigos. Una situación de máxima tensión puede desembocar en la división profunda de la familia, en los tristes procesos judiciales para ver quién se queda con los hijos, en peleas por el dinero de la cuenta corriente o por la posesión de la casa hasta hace poco compartida, etc.
El drama de esas situaciones sólo puede ser apreciado por quien ha caído en las mismas. A nadie le gustaría encontrarse en un infierno de este tipo, como tampoco a nadie le gustaría contraer cáncer. Es por lo mismo que conviene aplicar, también en la vida matrimonial, dos consejos fundamentales de toda la medicina: la prevención y la curación.
Hoy se habla mucho de “profilaxis” respecto a muchas enfermedades contagiosas, especialmente respecto del AIDS. Igualmente, se debería hablar de una “profilaxis” para las enfermedades del matrimonio, una serie de medidas que él y ella pueden tomar, por separado y en común, para que una pequeña discusión, un roce, un mal momento, una depresión por el trabajo o por situaciones familiares más o menos complicadas, no lleven a tensiones graves en la vida de los esposos. A veces la prevención consistirá en no tocar un tema espinoso. Otras ocasiones habrá que encontrar un momento adecuado para tender un puente. Muchas veces conviene releer y repetir las promesas matrimoniales, ir un rato a una iglesia y, delante de Jesucristo, renovar el amor que la pareja se prometió hace pocas o muchas primaveras. ¿Por qué no abrir, de vez en cuando, un pequeño cofre y ojear las cartas de amor, llenas de romanticismo, de poesía, que llegaban de la otra parte en los días y meses del noviazgo? ¡Y cómo puede ayudar un fin de semana de descanso, para dedicarnos el uno al otro, como si se tratase de volver a conquistar a aquel o aquella que nos conquistó un día con su amor!
Junto a la profilaxis, habrá momentos en los que será necesaria la intervención curativa, cuando la relación se haya visto dañada por motivos más o menos graves. En algunas ocasiones, bastará con tomar “aspirinas” o alguna medicina sencilla: un poco de silencio, ceder los propios “derechos”, pasar una notita escrita para pedir perdón, poner sobre la mesa un tema difícil y doloroso para aclarar lo sucedido, aunque eso cueste tragar mucha saliva... Otras veces, sin embargo, se exigirá una operación más profunda, habrá que recurrir al “cirujano”. Cortar, limpiar, añadir nueva sangre por medio de transfusiones, incluso realizar un “trasplante de corazón” para que el viejo, ya incapaz de amar por la pesada carga del aburrimiento o por rencores alimentados todos los días, reciba nuevos bríos y reinicie a bombear amor donde sólo queda un pesado alquitrán de tedio o de rabia.
Pueden darse situaciones en las que se piense, como última solución, la separación y el divorcio. Pero, si seguimos con la analogía de la salud, veremos que el divorcio es algo así como la aceptación de la muerte: dejamos de buscar el difícil camino de la medicina para dejar que la enfermedad destruya lo poco sano que quedaba en pie, destruya una vida que empezó desde el amor y que ahora vive en la angustia del dolor, la rabia y la desazón por la falta de amor. Nunca será una solución al dolor de muelas el tirarse por la ventana para acabar con todo. Nunca puede ser solución para la falta de amor el romper definitivamente una aventura que siempre puede volver a partir con nuevas velas hacia mares todavía desconocidos.
El amor es la aventura más grande que puede vivir el ser humano sobre la tierra. Los esposos son los primeros en saberlo. Los hijos también. No hay mejor regalo que podamos darles, decía un amigo mío, que el de ofrecerles, cada mañana cuando se levantan, la sonrisa del mismo papá y de la misma mamá que se siguen amando como dos novios de 20 años.
Hoy que se habla tanto de la eutanasia, conviene reencontrar el auténtico sentido de la medicina: curar y ayudar. También los matrimonios deben superar la tentación de la muerte provocada, la desgracia del divorcio. La auténtica terapia matrimonial salvará así muchas promesas de amor, acrecentará el amor que permite vivir las promesas. Para nuestro bien y el de nuestros hijos.