En las discusiones sobre el aborto hay pasión y hay argumentos. A veces más lo primero que lo segundo. No nos puede dejar indiferente el que una mujer, una madre, sufra tanto ante un embarazo, se encuentre sola, tal vez presionada, y decida, por sí misma o por miedos, terminar con todo, acceder a un aborto.
En estas discusiones no falta quien acuse a los enemigos del aborto de usar su “ideología” para imponer su punto de vista a toda la sociedad. En esta acusación hay dos aspectos importantes.
Primero, un desprecio hacia la noción de ideología, una palabra no siempre bien traducida, pero que podríamos entender como un modo de pensar particular que puede llevar a imposiciones sociales excesivas.
Segundo, un considerar la defensa de los niños no nacidos como algo ideológico.
Si analizamos bien estos dos aspectos, podemos estar de acuerdo en que nadie puede imponer su “ideología” (sus ideas personales) a toda la sociedad. Habrá quien piense que sólo la religión X es verdadera, pero imponer esta afirmación a los demás es un abuso que a veces llamamos “ideológico”. Ninguna convicción profunda puede ser impuesta por la fuerza a nadie, a no ser... A no ser que alguna convicción implique el defender un derecho humano fundamental.
Expliquemos un poco esta “excepción”. Hay ideas o principios sociales que valen en sí mismos, aunque algunos no los acepten. Uno de ellos es el respeto a la vida.
Afirmar que la vida de cualquier ciudadano merece protección legal no significa imponer una ideología a toda la sociedad, sino proponer un principio que vale siempre, incluso cuando un pueblo, en un momento de locura colectiva, decide eliminar a grupos de personas indefensas. La caza de brujas en algunos lugares del planeta llegó a ser, por desgracia, algo “popular”, pero sumamente injusto, por ir contra un principio fundamental de justicia que nos recuerda: hay que respetar la vida de todo ser humano inocente.
Algo parecido podemos decir sobre el aborto: ir contra el aborto no es imponer una ideología, un punto de vista particular, privado o religioso, a toda la sociedad. Se trata, más bien, de defender un principio fundamental de convivencia humana: cualquier vida humana merece ser protegida, apoyada, asistida, independientemente de su raza, de su sexo, de su tamaño, de si ha nacido o si todavía se encuentra en el seno de su madre.
Si se nos permite un paso ulterior, tendremos que reconocer que hay “ideología” no cuando alguien defiende la vida del no nacido, sino cuando alguien defiende la “libertad” del aborto. Esta reflexión ha sido ofrecida por Martin Rhonheimer en un libro publicado hace varios años y traducido recientemente al castellano (Ética de la procreación, Rialp, Madrid 2004).
Rhonheimer observa que en cada aborto entran en conflicto dos proyectos de vida: uno, el de personas adultas, conscientes, más o menos libres (por desgracia, a veces se obliga a abortar a chicas con grandes deficiencias mentales o de psicología débil). Otro, el de un embrión o un feto que camina hacia la madurez, que podrá vivir unos días, meses o años si nadie impide su desarrollo normal.
Está claro que el embrión, el feto, no puede hacer casi nada para “defender” su vida. Ejecuta una serie de actos más o menos instintivos en el útero para proteger su existencia, para alimentarse, para mantener una “simbiosis” más o menos correcta con su madre, para preparar el momento del parto. Pero nada más. La madre, o quienes pueden ejercer sobre ella presiones de diverso tipo, goza de mayor libertad; en muchos lugares, puede, por motivos ideológicos, desear el que su hijo no vea la luz, no llegue al día del nacimiento.
¿Cuáles pueden ser los motivos ideológicos por los cuales un adulto empieza a desear la muerte de un embrión o de un feto? Pueden ser de tipo laboral, o de estudios, o de descanso, o de “fama”, o de vergüenza, o de planificación familiar, o de falta de espacio en el hogar, o de falta de dinero, o de miedo a amenazas externas, o de “eugenismo” (eliminar a los hijos con defectos).
La lista puede ser larga. Todos esos motivos se basan en una idea fundamental que, como afirma Rhonheimer, es usada de modo ideológico: vale más la vida de un ser humano capaz de autodeterminación, dotado de libertad reconocida a nivel social, que no la vida de otro ser humano que todavía no puede tomar decisiones y que vive escondido en el seno de su madre.
Si logramos hacer ver la injusticia de esta ideología que defienden los grupos pro-aborto, será más fácil dar nuevos pasos en favor del respeto y del apoyo que merece toda mujer que inicia y que lleva adelante un embarazo. Cerca de su corazón, dentro de sus entrañas, ha iniciado una existencia humana, la existencia de un hijo o de una hija.
El mundo será más justo y más humano si logramos que cada existencia humana, también cuando inicia a vivir, encuentra un ambiente en el que se respete el primer principio de la convivencia humana: la defensa y protección de la vida de cualquier ser humano, sin discriminaciones.
El respeto, desde luego, será mucho más fuerte si se basa en el amor. Por desgracia, no siempre hay amor, y nadie puede exigir “legalmente” a una mujer que ame a su hijo no nacido (ni a su hijo ya nacido). Pero la sociedad está llamada, al menos, a buscar caminos para que ningún embrión no amado sea destruido por medio del aborto. Quizá podrá ser dado en adopción, o asistido por algún centro para niños huérfanos.
Ojalá, y eso será siempre lo mejor, ese hijo pueda ser amado por aquella mujer que tanto ha hecho por él al acogerlo en sus entrañas y al ofrecerle un apoyo para que siga adelante en la vida. Ese amor será el mejor regalo que pueda darle, pues permitirá a ese hijo decir un día, con gratitud, ¡gracias, mamá, por acogerme y, sobre todo, por amarme!