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Sobre monjes y mi generación “Nintendo”

El que no sabe qué busca siempre volverá a casa con las manos vacías.

Lo confieso. Soy hijo de esa perversa generación Nintendo, que aprendió a estudiar con la televisión encendida y sin apagar el discman ni para dormir.

Soy víctima de este mundo en la que el que más grita gana el debate y el que calla es porque no tiene nada que decir. Formo parte de esa sociedad que enciende la tele cuando está sola en casa y la radio cuando está en el coche, de ese sector de la humanidad que cree firmemente no poder sobrevivir más de veinticuatro horas seguidas sin su teléfono móvil.


El silencio, es verdad, es el único género musical que no entra en la lista de los 40 principales. No nos gusta: preferimos la acción constante, el ruido, la actividad; cualquier alusión a la posibilidad de dedicar tiempo a la reflexión y a la oración nos produce espontáneamente una reacción alérgica. Y es porque aún no hemos comprendido que el silencio es un entrenamiento necesario para afrontar con posibilidades de éxito la carrera de nuestra vida.


Un general planeando la campaña frente a un mapa, un filósofo que madura en silencio una idea genial, un monje sumido en oración… pueden aparentar menos actividad que una tribu de activistas antisistema que se reúnen a tirar piedras a una embajada de los EE.UU, pero su labor es infinitamente más fecunda, y dejará una huella en la Historia, a diferencia de las pintadas en las paredes y las pancartas incendiarias.


Dicen que Miguel Ángel, antes de esculpir su “Moisés”, había dedicado largas horas a estudiar y contemplar el famoso “torso del Belvedere” y otras obras griegas o latinas que se redescubrían por aquel entonces. Y sabemos que San Pablo, antes de convertirse en el apóstol apasionado que no conocía barreras en su afán de predicar el Evangelio, vivió tres años solo en el desierto, meditando en su encuentro con Cristo resucitado, y madurando las convicciones que le sostendrían en su vida futura.


El que hace una pausa en su vida para orar, reflexionar… no es una tortuga que se encierra en su egoísmo, ni un avestruz que entierra su cabeza para evadirse de los problemas. Es, más bien, un arco que se está tensando para disparar, un francotirador que estudia detenidamente su objetivo, un arquitecto que construye los cimientos de un gran rascacielos. Porque el mal de nuestro tiempo, no es, en realidad, el no llegar a nuestro destino, sino el no saber realmente a dónde vamos.


En efecto, nuestra generación está compuesta por un avispero de jóvenes que entran, salen, suben y bajan: estudios, trabajos, fiestas, viajes, cursos y másters. Parejas fugaces y placeres pasajeros, trabajos temporales y viviendas de alquiler. Comida basura, pañuelos y amores de usar y tirar, amistades sin más profundidad de la que permite un vaso de cubata. ¿A dónde van? ¿A dónde vamos?


El que no sabe qué busca siempre volverá a casa con las manos vacías.


Esta chica con la que salgo, ¿será la madre de mis hijos?


¿Realmente voy a dedicar mi vida a este trabajo que estoy empezando?


¿De verdad me hace feliz el estilo de vida que llevo? ¿Qué voy a hacer para cambiarlo?


¿Quién soy? ¿Quién quiero ser? ¿Cómo lo voy a lograr?

Ése es el sentido del silencio, de la reflexión: tiene la virtud (o el defecto) de ponernos frente al espejo y hacernos cuestionar nuestro ser y nuestro obrar, de proponernos que nos tomemos la vida en serio. Por eso habitualmente le tenemos miedo, y preferimos ahogar sus incómodas preguntas en decibelios a granel, y sepultar sus acusaciones en el fondo de un ballantines cola, cuando no buscando la evasión en las drogas.


Pero, además, para el cristiano el silencio tiene otro valor intrínseco: el silencio es ese lugar donde Dios nos da una cita, es la condición necesaria para escuchar su voz.


A menudo el hombre se queja del “silencio” de Dios. La oración es aburrida, y Dios “no me dice nada”. La respuesta, como todas, está en la Biblia, que narra como el profeta Eliseo, buscando a Dios, no lo encuentra ni en el fuego, ni el la tormenta, sino en la suave brisa que pasa por delante de su cueva. Dios siempre está a la puerta de nuestra intimidad, deseando hablar con nosotros, iluminar nuestras conciencias, darnos a conocer su amor de Padre y Amigo…pero a menudo nos pilla con la música puesta. Mala suerte. Dios no grita ni se anuncia en Internet.


Quizá por eso el Santo Padre señalaba, en una audiencia del 9 de febrero, el que “en una época en que cada vez es más fuerte la influencia de la secularización y, por otra parte, en la que se experimenta una difundida necesidad de encontrar a Dios, no debe desfallecer la posibilidad de ofrecer espacios de intensa escucha de su palabra en el silencio y en la oración” Asimismo, Benedicto XVI destacaba el valor de estos retiros para “purificar el corazón, convertir la vida, seguir a Cristo y cumplir la propia misión en la Iglesia y en el mundo”.


Pero para ello no es necesario irse a una isla desierta, ni raparse al cero y pasar siete años en el Tibet. Existen posibilidades mucho más asequibles, como los ejercicios espirituales de fin de semana que numerosas parroquias y comunidades eclesiales organizan a lo largo de todo el año. Y, para los internautas más recalcitrantes, la página web del Movimiento Regnum Christi (www.regnumchristi.org) ofrece la posibilidad de descargar subsidios para la oración personal, desde meditaciones evangélicas para cada día hasta vídeos con meditaciones dirigidas para retiros.


Ya no hay excusa posible. No dejes que tu vida acabe siendo una sucesión de días traspapelados sin dirección ni sentido. Reflexiona, ora, y toma las riendas de tu vida.