Teresa de Calcuta sintió una ausencia de Dios, una «noche oscura», según sus cartas que recoge el libro «Madre Teresa: Ven y sé mi luz». A los diez años de su muerte podemos conocer su larga aridez espiritual y sus dudas de fe: “Señor, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Yo era la hija de tu Amor, convertida ahora en la más odiada, la que Tú has rechazado, que has echado fuera como no querida y no amada. ¿Dónde está mi fe?... Hay tanta contradicción en mi alma: un profundo anhelo de Dios, tan profundo que hace daño; un sufrimiento continuo, y con ello el sentimiento de no ser querida por Dios, rechazada, vacía, sin fe, sin amor, sin celo... El cielo no significa nada para mí: ¡me parece un lugar vacío!”. Raniero Cantalamessa opina que “el que la Madre Teresa pudiera pasar horas ante el Santísimo, como dicen los testigos que la vieron, casi extasiada… y el que lo hiciera en estas condiciones demuestra que es un martirio… Creo que la Madre Teresa es la santa de la era mediática, pues esta ‘noche del espíritu’ la protegió de la posibilidad de convertirse en víctima de los medios, es decir, de que se exaltara a sí misma. De hecho, ella misma decía que ante los más grandes honores y ante el interés de la prensa, no sentía nada porque vivía este vacío interior”. La santa vivía feliz en medio de ese “silencio de Dios”, que la protegía de una idolatría del yo o de cualquier éxito. Le decía al Señor: “Tu felicidad es lo único que quiero”, y el ejemplo de vida que confirmaba este deseo “puede indicar también a los otros miembros de la orden cómo sobrellevar los momentos de oscuridad o de crisis espiritual, a lo largo de una vida no fácil, al servicio de los más pobres”, dice el P. Kolodiejchuk, autor del libro, quien añade que esas cartas de la Madre Teresa muestran su madurez espiritual, sus locuciones divinas, su amor a Cristo crucificado como base de “la revolución del amor” que empieza en la propia casa, con el “apostolado de la sonrisa”.
“En este silencio, ¿dónde está Dios?”, preguntaba una chica a Benedicto XVI, quien le respondía: «todos nosotros, aunque seamos creyentes, experimentamos el silencio de Dios… podemos gritar siempre de nuevo a Dios: "¡Habla, muéstrate!". Y sin duda en nuestra vida, si el corazón está abierto, podemos encontrar los grandes momentos en los que realmente la presencia de Dios se hace sensible incluso para nosotros». Es posible entreverle también en la belleza de la Creación, escuchando la Palabra de Dios (así las celebraciones litúrgicas son la gran música de la fe), y en la amistad, el encuentro de comunión.
Decía la santa: “mi mayor alegría ha sido haber conocido a Jesucristo». En China quiso recibirla Deng Xiao Ping. Fue al hogar para minusválidos donde estaba el hijo de Deng: –“Señor –le dijo–, está usted haciendo aquí algo maravilloso, una obra de Dios”. Le contestó: –“Pero si yo no creo en Dios...” Y ella, con esa ciencia de la experiencia: “–No importa; Él sí cree en usted...” Eso es lo que cuenta, saber que Dios sí cree en mí, me ama, y eso se vive así: «Sólo se tiene lo que se da»; es más, sólo quien está vacío tiene para dar, pues se quita el yo, y cuando nos damos es cuando nos dejamos amar por Dios y llenar de su amor, como Teresa, experta en humanidad: se manifiesta muy bien en aquellas últimas palabras de un moribundo en sus brazos: «¡Gracias. Ya ni me acordaba de lo que era un beso...». Esa mujer que adoptó el nombre de Santa Teresita de Lisieux, quien como ella tuvo esa crisis antes de morir, nos recuerda cómo vivir de manera auténtica la religión del amor que triunfa desde la aparente debilidad: la vida sin amor no vale nada... la justicia sin amor te hace duro... la inteligencia sin amor te hace cruel... la amabilidad sin amor te hace hipócrita... la fe sin amor te hace fanático... “Veo a Dios en cada ser humano. Cuando lavo las heridas de los leprosos, siento que estoy curando al mismo Señor. ¿No es una experiencia hermosa?”