Desear el episcopado es algo bueno, pero personalmente considero que cuando algunos sacerdotes aceptan el llamado del Papa, para ser elevados a la dignidad de obispos, es probable que no sepan lo que les espera. Esto no significa que sean ingenuos o superficiales, lejos de mí tan grave falta de respeto. Lo que quiero decir es que difícilmente podrán calcular el peso enorme que caerá sobre sus hombros con dicha investidura. Prefiero suponer en ellos el deseo de servir a la Iglesia a pesar de lo que esto les suponga en trabajo, sacrificios, incomprensiones y calumnias.
Quienes hemos formado parte de la jerarquía de la Iglesia a lo largo de los siglos: -papas, obispos y sacerdotes- no hemos descendido del Cielo como si fuéramos ángeles; somos, y seguiremos siendo hombres. Nuestra anatomía está compuesta de los sistemas óseo, digestivo, sanguíneo, nervioso…, como también estamos salpicados de virtudes, y repletos de defectos, pues los beneficios de los sacramentos y las enseñanzas divinas hacen su labor en nosotros para ser administradores de la gracia, pero están lejos de actuar mágicamente para convertirnos en seres perfectos.
La experiencia demuestra que donde entra el factor humano las cosas comienzan a complicarse. Somos, simplemente, hombres investidos con un ministerio sagrado. Es aquí donde habrá que buscar el justo medio para comprender las limitaciones y errores de todos, sin justificar las canalladas de unos pocos, aunque el daño de éstos sea comparable al de los terroristas, quienes a pesar de ser una pequeña minoría pueden hacer daños enormes y muy publicitados.
Cuando un clérigo comete determinados delitos deberá someterse a la justicia divina y a la humana. En dichos juicios habrá que tenerse en cuenta que existe un agravante fundamental: la autoridad moral que le otorga el ministerio y, por lo mismo, la pena deberá ser mayor. El Papa Juan Pablo II dijo con claridad: “La gente debe saber que no hay lugar en el sacerdocio y en la vida religiosa para quienes hacen daño a los jóvenes… El abuso que ha causado esta crisis es, según todos los patrones, equivocado y acertadamente considerado como un delito por la sociedad: también es un pecado horrible ante los ojos de Dios”.
Por su parte, Benedicto XVI ha tomado estos asuntos con la seriedad necesaria, incluso, haciendo referencia a las condiciones personales de vida que han de regir a los seminaristas.
A pesar de aquellas amargas realidades, en la Iglesia hay un sinnúmero de clérigos y laicos que luchan a diario por ser fieles a la llamada de santidad que a todos ha hecho Jesús. Alcanzar esta meta nos corresponde a todos los creyentes a través del testimonio personal y la oración. La verdad no se hace presente con palabras sino con hechos y, con la ayuda de Dios, éstos son abundantes.