La elección del cardenal Joseph Ratzinger como Papa nos ha permitido descubrir, releer, investigar, muchos tesoros presentes entre los escritos y conferencias de quien hasta ahora era “solamente” un hombre de Iglesia muy prestigioso y un gran teólogo.
Uno de los tesoros de Ratzinger es una conferencia pronunciada el 1 de abril de 2005 (un día antes de la muerte de Juan Pablo II). La conferencia fue impartida en el monasterio de Santa Escolástica, en Subiaco (Italia), cuando el cardenal estaba por recibir el “Premio San Benito para la promoción de la vida y de la familia en Europa”.
Quizá nadie sospechaba que en menos de un mes Ratzinger iba a cambiar de misión, para lo cual iba a escoger precisamente el nombre de Benito (Benedetto en italiano, Benedicto en la forma castellana más usada para denominar a los papas con ese nombre) como emblema de su Pontificado. Por eso sus palabras del 1 de abril suenan ahora distintas, más ricas, más profundas, casi proféticas.
¿Qué dijo entonces Ratzinger? Habló fundamentalmente de las relaciones entre fe y cultura, en el marco de las discusiones sobre las raíces cristianas de Europa (esas raíces que muchos intentan negar obstinadamente).
Las frases finales merecen ser esculpidas en bronce, pues son todo un programa y un reto, una llamada a redescubrir nuestra riqueza como cristianos, nuestra misión de sal de la tierra y de luz para un mundo necesitado de esperanza.
“Lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan creíble a Dios en este mundo. El testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios y vivían contra Dios ha obscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad.
Tenemos necesidad de hombres que mantengan la mirada en Dios, aprendiendo desde allí la verdadera humanidad. Tenemos necesidad de hombres cuya inteligencia esté iluminada por la luz de Dios y a los cuales Dios abra el corazón, de manera que su inteligencia pueda hablar a la inteligencia de los demás, y su corazón pueda abrir el corazón de los demás. Sólo a través de hombres que han sido tocados por Dios, Dios puede regresar entre los hombres. Tenemos necesidad de hombres como Benito de Norcia, el cual, en un tiempo de disipación y de decadencia, se internó en la soledad más completa, logrando así, después de todas las purificaciones que tuvo que padecer, ascender a la luz, regresar y fundar en Montecasino la ciudad sobre el monte que, con tantas ruinas, congregó las fuerzas desde las cuales se plasmó un mundo nuevo.
Así Benito, como Abrahán, se convirtió en padre de muchos pueblos. Las recomendaciones a sus monjes, puestas al final de su regla, son indicaciones que nos muestran también a nosotros el camino que conduce hacia arriba, fuera de las crisis y de las ruinas”.
Las palabras del cardenal se cerraban precisamente con la lectura del capítulo 72 (el penúltimo) de la Regla Benedictina:
“Así como hay un mal celo de amargura que separa de Dios y lleva al infierno, hay también un celo bueno que separa de los vicios y conduce a Dios y a la vida eterna. Practiquen, pues, los monjes este celo con la más ardiente caridad, esto es, «adelántense para honrarse unos a otros» (Rm 12,10); tolérense con suma paciencia sus debilidades, tanto corporales como morales [...] Practiquen la caridad fraterna castamente; teman a Dios con amor [...] Nada absolutamente antepongan a Cristo, el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna”.
No anteponer nada a Cristo, amar y sobrellevar las cargas los unos de los otros. ¿Será tan difícil recorrer este camino, empezar a ser, de verdad, cristianos no sólo de nombre, sino, sobre todo, con la vida?