Durante la tradicional Audiencia General de los miércoles, y dentro del ciclo dedicado a presentar a los diversos doctores de la Iglesia, el pasado 6 de abril, Benedicto XVI dedicó su catequesis a Santa Teresa del Niño Jesús, conocida también como Santa Teresa de Lisieux, aunque generalmente llamada por muchos, con gran cariño, Santa Teresita.
Thérèse Martin Guerin entró al convento de Lisieux, Francia, apenas a la edad de 15 años en respuesta al anhelo que desde su interior le inspiraba ser Monja carmelita Descalza. Allí tomó el nombre de Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Con este nombre quiso abarcar la vida del Señor, desde su nacimiento en Belén hasta su muerte en el Gólgota.
Teresa nació en Alencón, en la Normandía francesa, el 2 de enero de 1873 y murió 24 años después, el 30 de septiembre de 1897. En el convento pasó sus últimos 9 años en esta vida, un tiempo breve en el que supo obtener de Jesús, su más grande amor, la vida eterna. Ella estaba segura de esto y les hizo saber a sus hermanas: “Con mi muerte haré caer una lluvia de rosas” y luego prometió: “Pasaré mi Cielo haciendo el bien en la Tierra”.
Al presentar su catequesis en lengua española, el Santo Padre hizo la siguiente reflexión: “Me detengo hoy en la figura de Santa Teresita del Niño Jesús, monja carmelita que vivió apenas 24 años, al final del siglo XIX. Una vida escondida que ha tenido una relevancia crucial en la historia de la espiritualidad de la Iglesia contemporánea, hasta el punto de ser declarada patrona de las misiones por el Papa Pío XI, y Doctora de la Iglesia por el venerable Juan Pablo II. Su mensaje se nos muestra en el libro Historia de un alma. En él, Santa Teresita nos narra las etapas de una intensa y profunda historia de Amor con Jesús desde su infancia hasta su muerte. Es una obra fascinante por su sencillez y frescura. En todas sus dolencias ve la gracia del Señor que la sana y la invita a progresar en su carrera de gigante. Ella propone el hacerse pequeño como camino hacia la plenitud del Amor ofrecido por la Iglesia, por los pecadores, por los últimos. Su noche oscura, al final de la vida, es una fuerte prueba de fe que ella acepta por todos los ateos del mundo moderno. Cumpliendo su vocación de ser, en el corazón de la Iglesia, el amor, muere con las sencillas palabras -¡Dios mío, te amo!-”.
El Papa dijo que Santa Teresita del Niño Jesús iluminó a toda la Iglesia con su profunda doctrina espiritual, que siempre ayudó a las almas más sencillas, a los pobres y a los que sufren, y recordó que ella vivió en este mundo llevando una vida muy sencilla y oculta, pero que después de su muerte y de la publicación de sus escritos, se ha convertido en una de las santas más conocidas y amadas. Luego explicó que “Teresa es una de los pequeños del Evangelio que se dejan guiar por Dios en lo más profundo de su Misterio”, señaló que es “una guía para todos, especialmente para aquellos que, en el Pueblo de Dios, desarrollan el Ministerio de teólogos” y añadió que “con la humildad y la caridad, la fe y la esperanza, Teresa entra continuamente en el corazón de la Sagrada Escritura que contiene el Misterio de Cristo. Y esa lectura de la Biblia, alimentada por la ciencia del amor no se opone a la ciencia académica, pues la ciencia de los santos, de hecho, de la que ella misma habla en la última página de La Historia de un alma, es la ciencia más alta”.
Benedicto XVI afirmó que, en el Evangelio, Santa Teresita descubrió sobre todo la Misericordia de Jesús, hasta el punto de que pudo expresar: “Para mí, Él ha dado su infinita Misericordia; a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas y todo me parece radiante de amor!”.
El Papa concluyó su catequesis afirmando que “la confianza y el amor son el punto final de la historia de su vida, dos palabras que han iluminado como faros, a lo largo de su camino de santidad, con el fin de poder guiar a los demás en su mismo caminito de vida de confianza y de amor”.
La manera en que esta Santa se hace presente en la vida de quien la busca, es haciéndole llegar rosas. Teresita logra transformar las espinas que todos cargamos, en pétalos que suavizan las penas con un amable aroma de flores.