El abad acababa de entrar a su oficina. Abrió la agenda con el programa del día.
9.00, reunión con el consejo del monasterio.
10.30, reunión de sacerdotes del sector.
12.30, reunión con los administradores de la zona.
15.00, reunión del obispo con los agentes de pastoral.
17.30, reunión para planeación de la catequesis.
Sonó el timbre de la sacristía. El abad estaba colocando varios papeles en su sitio, cuando se acercó el hermano portero.
“Ha llegado una señora anciana con un chico joven. Quieren hablar con un sacerdote”.
“Diles que estamos ocupados, que vengan más tarde”.
El portero se retira. A las 8.45, el abad se dirige a la sala de reuniones. Tiene que pasar por la sacristía. Allí seguían, en pie, la señora y el joven.
“Padre, perdone nuestra insistencia. ¿Podemos hablar un momento con usted?”
“Buenos días, buenos días. Perdonen, es que tengo un poco de prisa. Ahora debo ir a una reunión, y toda la mañana y la tarde voy a estar ocupado. ¿No pueden venir más tarde, cuando encuentren algún sacerdote libre?”
“Padre, es que llevo más de un año con deseos de confesarme. Nunca encuentro a un sacerdote en la iglesia, o si lo encuentro están siempre muy ocupados. Pero hoy no puedo dejar pasar más tiempo. Convencí a mi nieto para que viniese a confesarse o, al menos, a hablar un rato con un padre. Quizá es el momento de Dios, no habría que dejar pasar más tiempo. ¿No le parece?”
El padre abad sintió un poco de pena, pero es que las reuniones son tan importantes, y estaban programadas desde hacía tanto tiempo...
“Mire, señora, seguro que hacia mediodía encontrarán otro padre. El ecónomo salió de compras, el administrador ahora viene conmigo. El encargado de catequesis lleva unos días fuera en cursillos de actualización, pero cuando regrese estoy seguro de que les recibirá con mucho gusto”.
“Padre, por favor, mi nieto está aquí ahora, pero a mediodía tiene que irse. ¿No es posible hacer algo, encontrar a alguien?”
El padre abad notó dentro de sí un movimiento de impaciencia. Tenía prisa. El reloj marcaba las 8.55. Pero había que mostrarse educado.
“Señora, lo siento... Seguro que habrá otra oportunidad... Quizá cuando vuelva su nieto, otro día...”
Como la señora hizo un gesto de insistencia, el padre decidió escapar directamente por la iglesia, para llegar más rápido a la sala de reuniones.
Al pasar por la capilla del Sagrario, hizo la genuflexión. Algo dentro de sí le dejó triste e inquieto. Como si Cristo le susurrase al corazón: “¿Vas a dar más importancia a las reuniones que a unas personas que han llegado aquí para pedir ayuda? ¿Para eso te escogí sacerdote?”
Fue como una lanzada profunda. Unas lágrimas asomaron por sus ojos. Repitió la genuflexión, y fue otra vez a la sacristía.
La señora y el joven estaban a punto de salir por la puerta lateral. El abad les dijo en voz alta: “Esperen, creo que hay una solución. Vuelvo en seguida”.
Volvió al despacho y llamó al portero. “Cancela todas las citas que tengo en la mañana. Están anotadas aquí, en la agenda”.
“Pero, padre, si ya el consejo está reunido para la reunión”.
“Ahora hay algo más importante. Luego explico a todos lo que ha pasado”.