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Sin duda alguna, ésta sería la palabra que podría ocupar los titulares de los periódicos de Palestina hace veinte siglos. Aquel Jesús que se había hecho famoso en los territorios de Galilea, Judea, Samaria, y Decápolis provocando tantos dolores de cabeza a las autoridades civiles y religiosas del pueblo judío, y al que por fin, habían conseguido eliminar clavándolo en una cruz con el consentimiento de los romanos, bajo la presión de un pueblo enfurecido... ese galileo, artesano, había resucitado.
Con agudeza, y pluma ágil, comenta José Luis Martín Descalzo en su libro Razones para el amor: “Yo he meditado muchas veces sobre un pequeño dato de los Evangelios que siempre me desconcierta: aquel en el que se cuenta que, cuando Cristo murió, los soldados que lo había crucificado se sortean su túnica. ¿Se la sortearon? ¿Con qué? Probablemente con unas tabas, que era el juego de la época. ¿Y qué hacían unas tabas al pie de la cruz? Es muy simple: Los soldados sabían que los reos tardaban en morir. Así que iban prevenidos: Llevaban sus juegos para entretenerse mientras duraba su guardia y la agonía de los ajusticiados. Es decir, a la misma hora en que Cristo moría, en el momento en que se giraba la página más decisiva de la historia, había, al pie mismo de ese hecho tremendo, unos hombres jugando a las tabas. Y lo último que Cristo vio antes de morir fue la estupidez humana: que un grupo de los que estaban siendo redimidos con su sangre se aburría allí, a medio metro. De todo los que los evangelistas cuentan de aquella hora me parece este detalle lo más dramático y también -desgraciadamente- lo más humano de cuanto allí aconteció.
“Los hombres estamos ciegos. Ciegos de egoísmo voluntario. Y uno no puede pensar sino con tristeza en el día del juicio de aquellos soldados, cuando se les preguntara lo que hicieron aquel viernes tremendo y tuviesen que confesar que no se enteraron de nada... porque estaban jugando a las tabas. Pero ellos no eran más mediocres que nosotros: todos vivimos jugando a las canicas, encerrados en nuestro pequeño corazoncito, creyendo que no hay más problemas en el mundo que ese terrible dolor en nuestro dedo meñique...”
Con cuánta claridad nos ubica este autor ante la realidad de “ese pequeño mundo” en el que solemos encerrarnos y que no nos permite darnos cuenta, entre otras cosas, de que ahora somos verdaderamente libres... hemos sido redimidos del pecado. Con crisis económica o sin ella, ya podemos aspirar a ser eternamente felices. Cristo, al resucitar, nos ha abierto las puertas del Cielo. Ahora, todos nos podemos salvar. Aunque conviene dejar claro que: no todos nos vamos a salvar; sino que sólo lo conseguirán quienes aprovechen su vida para entablar y fortalecer su amistad con Dios.
Sin embargo, para ello lo primero que se necesita es hacer un alto en el camino que nos permita descubrir donde estamos dentro de los planes de Dios; y guardar un poco de silencio... de ese silencio al que tántos tienen miedo... dado que la conciencia es el único ser que necesita mucho ruido para dormir profundamente.
“Vana, inútil, sería nuestra fe si Cristo no hubiera resucitado” -nos aclara San Pablo-, y nuestro querido Mario Moreno “Cantinflas” nos confirma sobre esta gran lección en su película “El padrecito”, cuando el cacique del pueblo al que acababa de llegar aquel sacerdote, trata de burlarse de él -mientras se sirve una copa de brandy- diciéndole: “supongo que Usted no querrá beber, ¿o sí?” y al escuchar que sí aceptaba, continuó: “es que yo pensé que, como a los cristianos les mataron a su Dios, han de estar muy tristes”, ante lo cual responde el sacerdote diciendo: “Pues fíjese que ya resucitó... y estamos muy contentos”.
Al terminar estos días de Semana Santa, recordando que el Hijo de Dios ha muerto y ha vencido a la muerte por amor a nosotros, podemos formular algún propósito que nos permita fomentar la amistad con Él, mientras luchamos por ser un poco mejores. De lo contrario, ¿Cuál sería la diferencia entre aquellos pobres hombres jugando a las tabas al pie de la cruz y nosotros?