El pasado 11 de febrero, la Cámara de Diputados aprobó la modificación del Artículo 40 constitucional, para afirmar que México es oficialmente un Estado laico. Esta noticia es difícil de valorar, porque cada quien interpreta el término “laico” de muy diversas maneras. Entonces, ¿qué se debe entender por “Estado laico”?
El artículo modificado decía: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república representativa, democrática, federal, …”; y la reforma simplemente la ha añadido la palabra “laica”, de modo que diga que “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una república…laica…”. Pero, ¿es realmente ése el querer de “todos” los mexicanos? ¿todos los mexicanos piensan lo mismo al decir “laico”?
Los autores de la iniciativa dicen que esta modificación servirá, principalmente, para asegurar la independencia del Estado respecto de las iglesias y para evitar que el poder político se use para privilegiar alguna confesión religiosa. Sin embargo, estos dos puntos ya están asegurados por el texto constitucional actual (arts. 24, 39, 41 y 130, principalmente), y es difícil pensar que alguien quiera modificarlos.
Entonces, ¿qué pensar sobre el Estado laico? Como no se ha definido lo que significa para nuestra Constitución, cada quien interpretará esta laicidad según su ideología política. Así, para algunos significará evitar tanto un estado confesional como uno ateo; para otros, será la separación del Estado y de la Iglesia, con respeto a las culturas del país; y quizá para otros sea un modo de evitar que las religiones opinen sobre temas debatidos en las Cámaras.
Sin embargo, ésta es una inmejorable oportunidad para repensar la laicidad del Estado. La clave para este intento es sacar la discusión del terreno de las dialécticas entre izquierdas y derechas. Mientras se considere la religión como un asunto de derechas, será difícil resolver el conflicto, pues cualquier concesión al ámbito religioso se consideraría como una derrota para la izquierda; y viceversa: sería un logro para la izquierda reducir los ámbitos de libertad religiosa.
En realidad, la cuestión religiosa no es de izquierdas o derechas, sino que se trata de un derecho humano. Todo ser humano tiene derecho a profesar una religión, con independencia de que los demás la consideren verdadera o no. Se trata de un verdadero derecho de la persona, no de una concesión de un gobierno, ni de la imposición de un grupo parlamentario.
Ante todo, cualquier Estado debe garantizar la libertad religiosa de sus ciudadanos, como lo hace el nuestro en el artículo 1 de la Carta magna: “Queda prohibida toda discriminación motivada por … la religión”. Y esta garantía está en plena sintonía con la Declaración universal de los Derechos humanos, que incluye la libertad de manifestar la propia religión, “individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia” (art. 18).
De modo que la laicidad del Estado no consistirá ni en menoscabar ni en promover la religiosidad del Pueblo (pues no es materia de su incumbencia), sino para garantizar que cualquier ciudadano pueda ejercitar su fe, sin ser disturbado.
En otras palabras, el nuevo paradigma radica en que el Estado debe permanecer ajeno a cualquier confesión, para así poder dar garantías de ejercicio y respeto a todas las confesiones; el Estado deber ser laico para poder asegurar el derecho de libertad religiosa, que es un derecho humano, no una conquista de la derecha ni un atentado contra la izquierda.