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Relativismo y democracia

Algunos analistas y sociólogos piensan que el fin del comunismo soviético y la caída de dictaduras conservadoras o fascistas son la señal de la victoria de un nuevo modelo de vida social y política, basada en la democracia, la economía del mercado y el relativismo cultural.

¿Corresponden estos análisis a la situación real? Responder no es fácil, pues nos falta la distancia necesaria para juzgar de modo más o menos objetivo nuestro momento histórico. Podríamos, de todos modos, recordar qué es el relativismo y cuál sea su fuerza en el mundo moderno.

El relativismo es una doctrina que defiende que no existen verdades absolutas. Por lo mismo, quedan solo opiniones “relativas” según los distintos puntos de vista, sin que nadie pueda creer que “su verdad” pueda ser mejor que la que piensen o digan los demás.

En la vida política el relativismo defiende que las distintas opiniones (partidos, grupos de poder, ideologías, etc.) participan y se confrontan entre sí sin que ninguna pueda ser reconocida como “mejor” o “superior” a las demás opiniones, como si todas fuesen de igual valor (al menos en principio, pues los votos “deciden” quién es el que se impone durante unos años a los demás).

Entonces, según el relativismo, a la hora de discutir sobre política o economía, sobre religión o ética, sobre familia y vida, nadie debería pensar que tiene más razón que los demás. Cada uno entraría en el debate con una actitud de “humildad”: tengo un punto de vista, pero no puedo creer que mi propuesta sea mejor que la ofrecida por los otros. Simplemente, la ofrezco para que, a través del diálogo y del debate, al final lleguemos a un acuerdo sobre lo que sea o no sea permitido en nuestra sociedad. O, si no llegamos al acuerdo, que los votos decidan...

Presentado de esta forma, parecería que el relativismo coincide con el presupuesto fundamental de las democracias modernas. En realidad, la cosa no es tan sencilla, porque la mayoría de las democracias suponen diversos elementos irrenunciables e indiscutibles, lo cual muestra que un relativismo absoluto no es capaz de aplicarse en ningún sistema político.

Pensemos, por ejemplo, en el racismo. Ninguna democracia (al menos por ahora) concedería libertad de expresión y espacio en las listas electorales a aquellos grupos que defienden y promueven la discriminación de algunas razas o grupos y los privilegios para otros. No porque no falten, por desgracia, personas racistas, sino porque aunque existan posiciones de ese tipo no debe permitirse nunca que puedan difundir sus ideas y sus antivalores.

Este ejemplo nos hace ver que nuestras democracias se construyen sobre valores básicos, sin los cuales pondríamos en serio peligro la convivencia y la paz social de los pueblos.

Otros valores, sin embargo, han sido puestos en discusión por un abuso en la práctica de los mecanismos democráticos. Es triste constatar, por ejemplo, que numerosos parlamentos de los “países libres” han aprobado leyes que despenalizan o legalizan el recurso al aborto, en algunos casos con la financiación estatal, como si se tratase de un normal servicio de salud.

En otros lugares los parlamentos han promulgado leyes que permiten el despido casi libre, o el triunfo de grupos de poder en detrimento de la pequeña y mediana empresa. Incluso hay gobiernos que, con el apoyo de los “representantes del pueblo”, inician guerras sumamente peligrosas, o promueven políticas económicas que empobrecen a millones de ciudadanos ante la indiferencia casi general de los más ricos y de aquellos partidos políticos que promueven el interés de una parte por encima del bien común.

La verdadera democracia no consiste, por lo tanto, en un simple juego de poder en el que los ciudadanos votan por políticos cuyos programas muchas veces son incomprensibles y otras veces sirven sólo para contentar a poderosas minorías de la sociedad o a intelectuales bien colocados en la “opinión pública” y en el “mundo de la cultura”.

La verdadera democracia se basa en el reconocimiento de una serie de derechos mínimos, que llamamos normalmente “derechos humanos”, sin los cuales cualquier sistema político corre el riesgo de avanzar hacia la destrucción de la vida social y, lo que es peor, hacia el hambre o la muerte de miles de seres humanos inocentes.

Conservan toda su fuerza las palabras que escribía, en 1991, el Papa Juan Pablo II: “Si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (Juan Pablo II, carta encíclica “Centesimus Annus”, n. 46).

No debemos tener miedo, por lo tanto, a defender los verdaderos valores en la vida democrática, especialmente aquellos valores que nos llevan a proteger la vida y la integridad de cualquier ser humano, desde que nace hasta que muere. Tales valores serán la mejor garantía para construir sociedades justas, porque se basarán en verdades que valen por encima del parecer de las mayorías parlamentarias o de aquellos grupos particulares llenos de poder y vacíos de principios.