Cuando la gente se casa se supone que es por amor; lógicamente con sus más y sus menos. Sin embargo, con cierta frecuencia nos encontramos parejas de las que se podría decir que se comieron el amor en el primer año de matrimonio. ¿Qué pues con ellos? No se entiende.
Las causas de estos desórdenes son muy variadas: problemas económicos; horarios de trabajo que lesionan gravemente la convivencia entre los esposos; ambiciones de éxito profesional; amistades y aficiones que se interponen entre ellos; y en casos más problemáticos vicios como el alcohol y las drogas y cariños que se van encarnando en auténticas infidelidades. Lógicamente, hay otro motivo que consiste en una idea equivocada del amor. Esto se da cuando no se ha entendido que el matrimonio es una vocación de servicio.
Curiosamente vivimos en una época donde abundan los medios técnicos para estar en comunicación con los demás y, sin embargo, es frecuente que la distancia entre los que duermen juntos sea como de aquí a la luna. Esto sólo se puede explicar por la falta de valoración del cónyuge como otro yo, y como parte de uno mismo.
Qué difícil es descubrir el valor de los demás cuando el hombre y la mujer están en crisis internas profundas. Tenemos una capacidad infinita de amar, pero no sabemos hacerlo, pues el amor verdadero implica cierta renuncia de uno mismo. Padecemos de soledad. Muchas vidas que podrían ser plenas y fecundas se ahogan en la esterilidad del egoísmo y la consiguiente búsqueda de compensaciones desordenadas. Esto me recuerda aquellos relatos frescos y vivos de José Rubén Romero en su famosa obra La vida inútil de Pito Pérez.
Hace meses estaba preparando lo necesario para celebrar la Santa Misa cuando se me acercó un niño de diez años preguntándome: ¿Qué haces? y se lo expliqué. Entonces me dijo: Te ayudo. Como pensé que se le podrían caer las vinajeras, le respondí con el mejor de mis tonos: No muchas gracias ya casi acabo. Pero él repitió con pleno convencimiento: Te ayudo. Y cuando yo también insistí, él remató diciendo una frase que me desarmó: Me gusta ayudar. El final es evidente, se lo agradecí y me ayudó. Pienso que sólo ese tipo de personas están realmente preparadas para el matrimonio.
Un día me dijo una señora: A mi marido se le chisporretea el carácter. Aquí habría que someter el verbo chisporretear a un análisis muy profundo, pero mientras buscamos algún experto que nos ayude, podemos dar por supuesto que chisporretear significa algo así como alebrestar, es decir, actuar sin reflexionar. Dicha actitud -no exclusiva del sexo masculino- denota una cierta inmadurez.
Mientras esperamos a que vendan paquetitos de madurez en las tiendas de conveniencia, los invito a hacer un pequeño examen para revisar cómo va su relación de pareja para conseguir que vivan como recién casados toda la vida. Ah, se me olvidaba, no se le cayeron las vinajeras.