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¡Quédate con nosotros!

San Lucas cuenta el episodio de los discípulos de Emaús: El mismo día que la Magdalena vio a Cristo resucitado, dos de los discípulos iban a Emaús. La beata Ana Catalina Emmerick dice que eran Cleofás y el mismo Lucas. Los dos discípulos conversaban entre sí, cuando  de pronto un desconocido se les unió: 

“Mientras así discurrían y conferenciaban recíprocamente, el mismo Jesús juntándose con ellos, caminaba en su compañía. Mas sus ojos estaban como deslumbrados para que no le reconociesen. Díjoles pues: ¿Qué conversación es ésta que, caminando, lleváis los dos, y por qué estáis tristes? Uno de ellos, llamado Cleofás, respondiendo, le dijo: ¡Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado en ella estos días! Replicó él: ¿Qué? Lo de Jesús Nazareno, respondieron, el cual fue un profeta, poderoso en obras y en palabras, a los ojos de Dios y del pueblo. Y como los príncipes de los sacerdotes y nuestros jefes le entregaron para que fuese condenado a muerte, y le han crucificado. Nosotros esperábamos que él era el que había de redimir a Israel; y, no obstante, después de todo esto, he aquí que estamos ya en el tercer día después que acaecieron dichas cosas (...)”. Jesús les dijo: “¡Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! Pues ¿qué’, ¿por ventura no era conveniente que el Cristo padeciese todas estas cosas y entrase así en su gloria? Y empezando por Moisés, y discurriendo por todos los profetas les interpretaba en todas las Escrituras los lugares que hablaban de él. En eso llegaron cerca de la aldea  adonde iban; y él hizo ademán de pasar adelante. Mas le detuvieron por fuerza, diciendo: Quédate con nosotros, porque es tarde y el día ya declina. Y, estando juntos a la mesa, tomó el pan, y lo bendijo, y, habiéndolo partido, se lo dio. Con lo cual se les abrieron los ojos y le reconocieron; más él desapareció de su vista. Entonces se dijeron uno a otro ¿No es verdad que sentíamos abrazarse nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras? Y, levantándose al punto, regresaron a Jerusalén”. 

Es una bonita jaculatoria: “Quédate con nosotros, que anochece”. Los amigos íntimos de Jesús desearían que la presencia suya eucarística permaneciera siempre. Al comulgar podríamos decirle: “Señor, me gustaría tanto que estas santas especies permanecieran en mí hasta mañana, cuando te vuelva a recibir”. Oiremos sin ruido de palabras su contestación: “Haz como si me quedara”. 

Uno de los testigos del proceso de canonización del Cura de Ars, el hermano Atanasio, cuenta que una noche de Navidad, al sostener Juan Bautista María Vianney la sagrada hostia sobre el cáliz, la mirada “tan pronto con lágrimas como con una sonrisa”. Al acabar la Misa el mismo hermano Atanasio le dijo que parecía muy emocionado cuando sostenía la hostia. El Cura de Ars le contestó: “Es que se me había ocurrido una idea rara. Le decía a nuestro Señor: si yo supiera que había de tener la desgracia de no verte durante toda la eternidad, ya que ahora te tengo, no te soltaría”. El que ama desea prolongar los encuentros con su amor. 

A san Antonio María Claret se le representa con una hostia en el pecho, como si fuera una custodia viviente. El origen de esta representación se remonta a 1861 y la refiere él mismo: “el Señor me concedió la gracia grande de la conservación de las especies sacramentales, y tener, día y noche, el Santísimo Sacramento en mi pecho” (Autobiografía 700). 

Contemporáneo de este santo español es John Henry Newman (1801-1890), hombre de primera línea en la Iglesia anglicana y posteriormente en al católica. León XIII lo nombró Cardenal. Recogemos una oración de Newman. 

“Quédate conmigo y haz de mi vida una irradiación de la tuya. 

Ayúdame, Jesús, a esparcir tu fragancia por donde quiera que vaya, inunda mi alma con tu espíritu y tu vida; invade todo mi ser y toma de él posesión, de tal manera que mi vida no sea en adelante sino una irradiación de la tuya. 

Quédate en mi corazón con una unión tan íntima que las almas que tengan contacto con la mía puedan sentir en mí tu presencia, y que al mirarme olviden que yo existo y no piensen sino en Ti. 

Quédate conmigo. Así podré convertirme en luz para los demás. Esa luz, oh Jesús, vendrá toda de Ti; ni uno solo de tus rayos será mío; yo te serviré apenas de instrumento para que Tú ilumines a las almas a través de mí. Déjame alabarte en la forma que te es más agradable, llevando mi lámpara encendida para disipar las sombras en el camino de otras almas. 

Déjame predicar tu nombre con palabras y sin palabras, con mi ejemplo, con la fuerza de tu atracción, con la fuerza evidente del amor que mi corazón siente por Ti” (Oración para después de comulgar).