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¿Qué siente Dios?

 

 

¿Qué siente Dios al posar sus ojos sobre nuestro planeta? ¿Qué hay en su corazón cuando ve la generosidad y el egoísmo, la honradez y la perfidia, la caricia y el cuchillo, el beso por amor y el beso lleno de vicio?

¿Qué siente Dios ante la guerra, la enfermedad? ¿No sufrirá al ver a una niña que es vendida en un prostíbulo, a un joven que destruye su vida y la de su familia con la droga, a un adulto incapaz de ser fiel a su palabra, a un anciano que es olvidado por los suyos?

Nos cuesta comprender por qué tanto dolor, tanta amargura, tanta lágrima aparentemente sin sentido. A veces sentimos que Dios nos ha dejado, que ya no camina por el mundo, que ya no pasea, como en el Edén, cuando hablaba de tú a tú con Eva y con Adán, como Amigo, como Padre querido.

¿Podemos ver los ojos de Dios en nuestro mundo? ¿Podemos sentirlo cerca, como Abraham, como Moisés, como María? ¿Podemos mirarlo y sentir que sigue aquí, a pesar de sus “silencios”, a pesar de la agonía de tantos hermanos nuestros?

Dios no se ha ido, no nos ha dejado. Está presente y nos mira. Nos mira con los ojos de su Hijo, nos acompaña con su presencia en el Sagrario, nos ilumina con la fuerza del Espíritu.

Dios sigue entre nosotros, en el camino, en los actos de Jesús, su Hijo amado. Los niños se acercan a Él, los pecadores se sientan a su mesa. Pedro, tras su pecado, llora al cruzarse con los ojos del Maestro. Una mujer adúltera redescubre su dignidad, siente que el amor perdona los pecados, que hay ojos que respetan y aman. Una enferma sabe que puede ser curada sólo con tocarle. Y la Virgen, que es Madre, que es perfecta, que ama como nadie, no duda en susurrar: “Id a buscar a mi Hijo”.

El dolor puede ser distinto, puede tener sentido, puede estar lleno de presencias. Dios no es indiferente a nuestras penas. Sufre con nosotros, nos sostiene con su mirada de cariño.

Dios está presente en nuestra historia. Con una presencia crucificada, casi de derrota. Pero con un amor capaz de vencer el mal de este mundo. La esperanza ilumina el lecho de una mujer tuberculosa, mientras un viejo borracho llora y promete, una vez más, que será bueno, que abrirá su corazón a la misericordia, que dará una alegría al Dios que a veces llora a nuestro lado.