Como la objeción aparece con frecuencia, es oportuno considerarla atentamente: el embrión no sería un ser humano en sus primeras etapas de desarrollo, dicen algunos, sino un simple puñado de células.
La objeción supone, por un lado, que hay cúmulos celulares (“puñados de células”) que no son individuos por carecer de la necesaria autonomía biológica, o por caracterizarse no tener diferencias relevantes entre las células (no se ven órganos o estructuras complejas, sino un simple amasijo celular).
Por otro lado, se supone que algunos de esos cúmulos celulares, después de diversos días de crecimiento y estructuración, llegarían a convertirse en seres humanos.
En otras palabras, según esta teoría la reproducción sexual seguiría las siguientes fases: fusión de dos gametos, formación de un zigoto (embrión unicelular), desarrollo del zigoto en un cúmulo celular (fase de mórula), ulteriores fases de diferenciación, surgimiento de un individuo biológicamente nuevo.
Si damos nombres más sencillos a esas fases, tendríamos, después de la fecundación, un no hijo (un puñado de células) que poco a poco se convertiría en un hijo.
El momento en el que el no hijo se convierte en hijo no es fácilmente determinable por quienes defienden esta teoría. Para algunos empieza a haber hijo (un ser con individualidad biológica propia y estructuras más complejas) sólo a partir del quinto día después de la fecundación; otros dicen que a partir del séptimo día (tras la implantación en el seno materno); otros a partir del día 14 (cuando se configura una estructura interna que prepara lo que luego será el sistema nervioso); otros a partir del tercer mes; otros después del sexto mes; otros después del parto. No falta quien pospone el reconocimiento de la existencia de un nuevo ser humano (hijo) hasta que han pasado varias horas o días tras el parto.
Lo más paradójico de estas interpretaciones radica precisamente en el arbitrarismo de las teorías y en una suposición que resulta extraña a las nociones de la biología: la existencia de entidades vivientes intermedias entre las células reproductivas y los individuos dotados de individualidad propia (hijos).
En realidad, cada ser viviente, cada hijo, inicia a existir en la fecundación, y su existencia se desarrolla en distintas fases que son “suyas”, que pertenecen a su historia intransferible, única. El hijo, cada hijo, no es producido por un cúmulo más o menos indiferenciado de células, sino por la activación del óvulo desde la penetración, en el mismo, de un espermatozoide.
Si reconocemos este simple hecho seremos capaces de decir que la vida humana (y de otros seres vivientes) inicia con la fecundación. Si, además, reconocemos que todos los seres humanos tienen la misma dignidad, independientemente de su raza, de su sexo, de su tamaño, del número de sus células y de la fase de desarrollo en la que se encuentren, entonces estaremos preparados para admitir que ya tras la fecundación cada embrión (cada hijo) merece nuestro respeto y, más en profundidad, nuestro amor.