En la sociedad actual somos testigos de dos fuerzas centrífugas que amenazan con disolver la genuina identidad matrimonial, trayendo consigo, como consecuencia lógica, un alto nivel de insatisfacción personal y social. Por un lado está la presión ideológica que busca redefinir lo que es el matrimonio y la familia, degradando las leyes para que a fuerza de ampliar los conceptos arbitrariamente, estos se vacíen de contenido y terminen por ser vagos y genéricos. Por otro existe un clima altamente permisivo y erotizado que dificulta enormemente la fidelidad y con ello la estabilidad matrimonial. Si a ello se une una fuerte carga de individualismo, por la cual lo que uno haga está bien, por ser una decisión personal y libre, así como el fomento del aislamiento mediático que clausura al sujeto en sí mismo, donde lo único importante son los propios gustos y emociones: tenemos como resultado un entorno disolvente y corrosivo de la institución matrimonial y familiar.
Paradójicamente es el individuo concreto el que se vuelve víctima de su individualismo: aislado en su soledad, en el seguimiento de proyectos exclusivamente personales, arropado por un falso entorno mediático que simula las relaciones humanas, tarda en percibir lo peligroso de su situación. Si además nadie tiene autoridad para señalarle el camino correcto o advertirle del error, ello aumenta su vulnerabilidad y la posibilidad real de ser víctima de un engaño lamentable; muchas veces, cuando se quiere reaccionar, ya se ha perdido la propia familia y se ha recorrido un considerable trecho vital.
Por todo lo anterior es imprescindible proteger el amor matrimonial, no darlo nunca por supuesto, alimentarlo y acrecentarlo continuamente: se trata de una tarea para toda la vida. La rutina, la costumbre, el pensar que hasta el momento las cosas han ido bien pueden producir una imagen engañosa de estabilidad y tranquilidad, que en ocasiones maquilla peligrosamente un distanciamiento interior. Muchas veces las relaciones se deterioran por dentro, manteniendo externamente una careta de normalidad. Durante algún tiempo es posible mantener la simulación, pero llega un momento en que la situación se torna insostenible, o algún factor externo se convierte en detonante que rápidamente conduce a la ruina matrimonial.
No pretendo ofrecer una imagen tétrica y desesperanzada del matrimonio. Todo lo contrario: pocas cosas tan bellas en esta vida como el amor conyugal; sin embargo sí busco llamar la atención para proteger una realidad considerablemente valiosa, que se ve asediada por muchos flancos actualmente. El objetivo es más bien vacunar contra una forma frecuente de ingenuidad, en la que se supone que “todo va bien”, hasta que de pronto –en cuestión de semanas o meses- se produce una ruptura matrimonial “sorpresiva”. Hay que proteger y cuidar lo bello, lo valioso; no hay que dar nunca por supuesto que todo está bien. No se trata de generalizar la sospecha, sino de fomentar el amor, el cariño, el interés, la convivencia, el diálogo…
En ocasiones, por ejemplo, el marido piensa que está cumpliendo satisfactoriamente su rol familiar: es responsable, sostiene económicamente la familia, evita pleitos innecesarios; pero no muestra una cercanía afectiva, no manifiesta un interés especial por el cónyuge, si acaso nada más busca el contacto sexual ocasionalmente, pensando quizá que así cubre el expediente afectivo. La mujer puede entonces sentirse poco querida, distanciada afectivamente, que no le interesa al varón. Puede así verse orillada a buscar otras formas de amistad, de compañía afectiva que colmen el vacío dejado por el marido. Lo que comienza siendo una amistad sincera, puede convertirse con el tiempo en un enamoramiento indebido, alimentado además por el resentimiento hacia la pareja, a la que se culpa del desinterés afectivo, mientras que ésta vive en la ignorancia de la situación interna del cónyuge, en el engaño de pensar que está cumpliendo con su papel, y que se trata de “sentimentalismos mujeriles”.
Puede darse la situación inversa. Que a la mujer la dimensión sexual cada vez se le torne más engorrosa, hasta el punto de eliminarla prácticamente de la vida matrimonial. Tras un periodo normal de resistencia por parte del marido, las quejas pueden acallarse. Se produce el engaño de que “ya se acostumbrará”. Con mucha frecuencia lo que sucede es que la pareja encuentra un sucedáneo. Lo menos dañino es que lo encuentre en la oferta mediática: televisión y computadora ofrecen una gama infinita de erotismo. En otras ocasiones pueden ser lugares de espectáculos indecentes, encuentros sexuales pagados y en el peor de los casos una relación afectiva estable paralela al matrimonio. Estas circunstancias pueden darse –no hay que olvidarlo- aunque la persona sea devota, de misa y rosario diarios. No hay que considerarse nunca “impecables”, porque el corazón tiene demandas exigentes y con frecuencia impetuosas. Hay que esforzarse y luchar en consecuencia, para meterlo en el lugar donde debe estar: en el propio matrimonio.