Probablemente Dios no existe...
Los anuncios que, según está previsto, circularán desde enero de 2009 por las calles de Barcelona, Madrid y Valencia con estas frases “Probablemente Dios no existe. Deja de preocuparte y disfruta la vida”, muestran la actualidad del debate sobre la existencia de Dios y su valor en la vida del hombre, del que he tenido oportunidad de escribir hace unas semanas (Cf. Fórum Libertas, 29\12\2008, http://www.forumlibertas.com/frontend/forumlibertas/noticia.php?id_noticia=12639).
En ese artículo sostuve que existían dos verdades evidentes en relación con Dios: la tendencia constante en el hombre a afirmar la existencia de Dios, tendencia que no puede ser reducida a expresión de dinamismos meramente psico-biológicos; y la falta de evidencia en relación con la existencia de Dios. Puestos estos presupuestos, el debate está servido, sin probabilidad de llegar a una conclusión. Bueno, sí existe esta probabilidad: cruzar del otro lado de la cortina de la muerte y verificar la verdad de la propia posición. Desgraciadamente esta verificación sólo podría satisfacer, por razones obvias, al que pasa, puesto que éste ya no podría volver para contárnoslo.
“Probablemente Dios no existe”. Así es, se trata de una probabilidad. No teniendo la evidencia inmediata, tengo que contentarme con acudir a los indicios de su existencia. Ahora bien, estos indicios no hablan de la misma manera a todos los hombres.
Para algunos el universo es un libro que habla de su Creador. Para otros, el universo es tan incomprensible y complejo que no se puede recabar de él ninguna información acerca de un más allá. Probablemente Dios no existe, probablemente Dios sí existe.
Seguramente más de alguno nos propondría aquí la “apuesta” pascaliana, como en un juego de azar: pongo mi confianza, y mis bienes, en el número que considero con más probabilidades de ganar, pero con el miedo a equivocarme. Ahora bien – sentenciaría Pascal –, si Dios existe, y he apostado por él, gano todo: una vida moral en esta tierra y la vida eterna con Dios en la otra. Si Dios no existe y he apostado por Él, pierdo mi apuesta, pero tampoco pierdo mucho, puesto que la creencia en Dios me ha ayudado a vivir civilmente mi existencia, y, no habiendo nada después de esta vida, al menos le he dado un sentido altruista a la presente. Si apuesto contra Dios y Él existe, la ruina sería total.
En el artículo pasado expliqué cuál podría ser el proceso argumentativo para alcanzar una certeza en el problema de la existencia de Dios. Dios no es evidente, mi conocimiento de Dios no es inmediato, tengo necesidad de encontrar un procedimiento, un método, que me lleve razonablemente de lo evidente a lo no evidente. Ahora bien, toda nuestra vida se rige por esta dinámica de nuestro conocimiento. Las verdades evidentes son pocas en comparación con tantas otras a las que me adhiero sensatamente sin tener la evidencia inmediata de las mismas. Decir “sólo creo lo que veo” es tan absurdo que ningún ateo serio lo afirmaría sin ruborizarse. Vivimos de creencias, y esta realidad no nos hace menos racionales.
Más sorprendente me parece la segunda parte del anuncio: “deja de preocuparte y disfruta la vida”. Estamos aquí ante la conclusión de un silogismo hipotético que podría más o menos formularse así: Si Dios existiera, no podrías disfrutar de la vida, te la haría infeliz y aburrida (premisa mayor), es así que probablemente Dios no existe (premisa menor), luego “disfruta de la vida” (conclusión). El silogismo no afirma categóricamente “Dios no existe”, sino simplemente inclina la balanza de la duda hacia la no existencia de Dios, dejando entrever que esta inclinación no es absolutamente cierta, es sólo probable. De todos modos, en la conclusión se ignora la “incertidumbre relativa” (probablemente podría equivocarme yo y Dios existiría realmente) para sugerir sin más: “exista o no, da igual; tú deja de preocuparte y disfruta la vida”.
En el pasado, y como consecuencia de las guerras de religión que desolaron la Europa moderna, se buscó fundamentar la moral pública sobre bases que no dependiesen de la confesión religiosa de los individuos. Es así que se retomó la famosa expresión etsi Deus non daretur (aunque Dios no existiese), presente ya en algunos autores medievales. La ley moral tendría una objetividad en sí misma, sin necesidad de recurrir a Dios para garantizar su obligatoriedad.
Estos filósofos, llamados jusnaturalistas – nombre que les viene de su tentativo de fundar la ley, ius, sobre la naturaleza –, no negaban a Dios como base y fundamento último de la moralidad; más bien trataban de construir una ética sobre bases que todos pudiesen aceptar, católicos, protestantes, anglicanos o mahometanos. Así, por ejemplo, no matar, no robar, no fornicar, tenían un valor ético intrínseco y, precisamente, obligaban etsi Deus non daretur, aunque Dios no existiese. La base cierta para la ley moral era la naturaleza humana. La transgresión de una norma moral no iría sólo contra una ley establecida por Dios, sino además contra la ley natural inscrita en el corazón del hombre.
Apliquemos estos datos a la situación actual. ¿A qué se refieren los ateos que han colocado estos anuncios cuando nos aconsejan “disfruta la vida”? Tal vez, un filósofo jusnaturalista diría a este respecto: “probablemente Dios no existe... Exista o no exista, de todos modos me debo regir por una ley objetiva, válida para todos, creyentes o ateos”. Creencia o increencia no eximen de la ley moral. En el caso de estos filósofos el etsi Deus non daretur no suponía una canonización del desenfreno o del relativismo moral, del “disfrute de la vida”, sino todo lo contrario, una afirmación de la universalidad de la ley moral inscrita en la naturaleza humana, independientemente de las convicciones religiosas.
¿En qué sentido Dios sería un aguafiestas que impida al hombre “disfrutar de la vida”? Obviamente Dios sería un aguafiestas, no porque da órdenes arbitrarias desde un cielo algodonado de nubes, rodeado de querubines y otros seres fabulosos, sino porque, hablando en mi conciencia, me estaría constantemente recriminando mis acciones y exigiéndome fidelidad a la ley moral, no desde fuera sino desde el interior.
Un Dios lejano es siempre un Dios inocuo, un deus otiosus. El problema se presenta cuando ese Dios se acerca demasiado, se entromete en mi propia casa, en mi conciencia. Ahora bien, si Dios no existe – y conviene que Dios no exista –, esa voz insobornable que oigo dentro de mí y que choca contra mis tendencias más espontáneas provendría en todo caso de costumbres atávicas, de sobre-estructuras inconscientes, de una educación religiosa acríticamente asimilada, etc.; es decir, de un origen que fácilmente se podría ignorar o remover.
Pero el ateo – este ateo en particular, no el “ateo ético” – bien sabe que no basta “deconstruir” la conciencia para que desaparezcan los remordimientos y los dictámenes de la conciencia, y, no mediando una patología psíquica, por muy domesticada que esté la conciencia, ésta siempre retorna con sus viejas exigencias. Por este motivo conviene a estos ateos que el mayor número de personas deje de creer en Dios. Es necesario hacer proselitismo ateo. Así, no existiendo Dios, no habría barreras internas que cohíban la espontaneidad de las propias pasiones.
Si es probable que Dios no exista, también es probable que sí exista. Lo más sencillo sería que cada uno se reservara sus convicciones: que el creyente deje en paz al ateo y que éste respete al creyente. Pero no. No basta con ignorar a Dios, hay que combatirlo, denigrarlo, ridiculizarlo en sus seguidores, llevarlo a juicio – como ha ocurrido ya en Estados Unidos en el que fue puesto en marca contra Dios un juicio en toda regla –, hay que culparlo de los peores crímenes, hechos todos en nombre de Dios y del fanatismo, hacerlo responsable de la pobreza, de la ignorancia en que viven los hombres, de la intolerancia y el fundamentalismo, del calentamiento global, de la muerte de los pingüinos y de la crisis financiera... Y una vez que los hombres se olviden de Dios, entonces sí podrán disfrutar de la vida: ya no habrá más cargos de conciencia, ni normas morales, ni remordimientos.
Cabe otra interpretación de esta frase. “Probablemente Dios no existe, deja de preocuparte, disfruta de la vida” se podría entender de modo más amigable. Hay tantas personas para las cuales Dios es un problema existencial. ¿Existe Dios, no existe Dios, hay pruebas, no hay pruebas? Y se angustian tratando de encontrar una salida satisfactoria a su interrogante.
Esta frase atea y la invitación que conlleva podría entonces formularse así: “deja de preocuparte tanto por saber si Dios existe o no. No vale la pena, disfruta la vida y ya, sin hacerte más preguntas”. Sería una invitación a dejar de lado cuestiones metafísicas que no llevan a ninguna parte y que dejan a todos insatisfechos, para tratar de aprovechar los pocos gozos y deleites que ofrece la vida, y que pasan sin ser advertidos por quien se quema el cerebro con problemas sin solución.
Carpe diem, coge el día, aprovecha el momento fugitivo. En el fondo se esconde la convicción de que, exista o no exista Dios, mi vida no va a cambiar por ello, ni va a cesar el conflicto entre Israel y Palestina porque Dios exista. Si Dios tuviera interés en que el hombre resolviese este enigma, nos lo pondría más fácil, demostrando Él mismo su existencia. Si no lo hace, tanto vale dejar de pensar en Él.
Esta interpretación parece ser la más razonable, por cuanto que tiende a respetar a quienes están firmes en sus convicciones religiosas y se dirige, en tono conciliador y no impositivo, a aquellos para quienes la existencia o no existencia de Dios es causa de angustias y preocupaciones. Quien cree firmemente que Dios existe, lo respetamos – dirían los ateos. Allá él con sus convicciones, con su proyecto de vida y con su “filosofía” de la felicidad. Quien vive su búsqueda de Dios como un problema existencial que le quita la paz, le decimos con cortesía y afabilidad: “hombre, no te aflijas, ¿y si Dios no existe, de qué valió perder la vida sumido en la desazón? Disfruta la vida y no te hagas más preguntas”.
El problema es que la existencia o no de Dios, no es para el hombre una cosa de poca monta. Está comprometida toda su visión de la vida. Que Dios exista o no, no es una cuestión accesoria, como si me preguntara sobre la existencia de extraterrestres en algún recodo lejano del universo. No temiendo una amenaza inminente, a nadie le quita el sueño saber que a millones de años luz, en la galaxia XX, existen enanos verdes con antenas. Con Dios no es lo mismo. No puedo decir “no sé si Dios existe” y quedarme igual, como si dijese que no sé si hay osos polares en el polo sur (que de hecho no hay). Edificar una vida de cara a Dios o de espaldas a Él implica una diferencia que no se puede despreciar. Por lo tanto, el que nos sugieran que abandonemos el problema de Dios para disfrutar de la vida, es proponer la superficialidad y frivolidad de la vida, dejando de lado la responsabilidad que implica reflexionar seriamente sobre el problema de Dios.
Así pues, en la salida politically correct que se cela detrás de este anuncio se descubre el relativismo de la cultura imperante. No se niega tajantemente que Dios exista, porque se tiene miedo a las consecuencias indeseadas de esta afirmación (Si Dios no existe, todo está permitido, sentenció Iván Karamazov en la novela de Dostovjeski), pero tampoco se afirma la existencia de Dios porque se ve en esta afirmación una limitación a la propia libertad que no quiere más límite que sí misma, es decir, que su propia contingencia. Por este motivo se prefiere aplazar indefinidamente el problema, en un tentativo, digno de un adolescente, de gozar hasta la última gota de una libertad sin responsabilidad ni ley.
“Probablemente Dios no existe, deja de preocuparte y disfruta la vida” quiere decir: “no pienses, no te hagas preguntas, toma la vida como viene y disfrútala, si puedes y tienes con qué”. Es decir, se propone renunciar a la seriedad de la vida, a lo más noble que hay en el hombre que es su capacidad de reflexionar, de ir más allá de la pura materialidad y responder a las preguntas fundamentales de la vida: el fin de la vida, el valor de la existencia, el más allá... Dios.
Podríamos entender este “disfruta de la vida” desde otro ángulo. Es obvio que detrás de la propuesta se esconde una visión de la religión, y del cristianismo en particular, como fuente de obligaciones y prohibiciones. Dios sería para éstos el Dios celoso del Sinaí que promulga los mandamientos, el Dios legislador que impone por capricho una serie de leyes a un hombre naturalmente bueno. Los mandamientos de la ley de Dios serían un límite al disfrute y goce de la vida. Si a estos diez mandamientos añadimos todos los mandamientos y prohibiciones que se encuentran en la Iglesia católica, mayoritaria en España y en muchos países de América, tenemos que confesar que el cristiano, al que se le prometió la libertad de los hijos de Dios, acaba siendo esclavo, oprimido, triste, ajeno a los deleites terrenos.
La profesión de ateísmo sería entonces la elección de la libertad contra la esclavitud, la fuerza de la razón contra la intransigencia de la fe, la tolerancia contra el fanatismo; en definitiva, el disfrute de la vida contra la pérdida de la misma, el dinamismo de la vida contra la inmovilidad de la muerte.
Ya. Pero, no nos dejemos engañar por sofismas y lugares comunes. ¿Cuáles son las miles de prohibiciones que la fe impone a sus seguidores? ¿Cuáles los mandamientos? Se podrían enumerar: no matarás, no robarás, no dirás falso testimonio ni mentirás, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni los bienes de tu prójimo, honrarás a tu padre y a tu madre... ¿Son acaso éstas las prohibiciones que preocupan a los ateos, prohibiciones que impedirían a los creyentes disfrutar de la vida? ¿Es que me puedo eximir de estos deberes sólo porque me declaro ateo? ¿Son estos mandamientos la causa que ha llevado a los ateos a gastar su dinero en una campaña publicitaria? Supongo que no.
¿Cuáles son entonces las prohibiciones que hacen aburrido e infeliz al creyente, según los ateos? ¿Las relativas al sexo? ¿No fornicarás, no cometerás actos impuros, no consentirás en pensamientos impuros? ¿Es que el disfrute de la vida está necesariamente ligado a la transgresión de estas prohibiciones? Sin pretender elevar el tono de estas líneas, creo yo que disfruta más de la vida un marido con su mujer cuando el acto conyugal es fruto y manifestación de un amor maduro, total y responsable, que no quienes optan por la unión indiferente y carente de amor entre un hombre y una prostituta, o quien vive como la adolescente que cambia de amante cada semana, bombardeando su cuerpo de estrógenos para no concebir.
¿Cuáles son entonces los ingredientes indispensables que debieran entrar en el gran calderón de la felicidad atea: prostitución (trescientas mil prostitutas “legales” en España), pornografía, promiscuidad sexual (hétero u homosexual que sea), masturbación? ¿Son los jóvenes creyentes aburridos porque se esfuerzan por ir contracorriente y por dar a sus relaciones sentimentales un sentido más elevado que el de la pura genitalidad, por buscar la verdadera belleza del amor?
Así se podría continuar con todos los temas candentes que hoy en día enfrentan cristianos y laicistas en tantos países del mundo: el concepto de matrimonio, la concepción de la vida, la manipulación o aniquilación de la misma, el momento terminal, la muerte... ¿Acaso es nocivo poner límites y, por lo tanto, prohibiciones en todos estos campos? ¿Es que la existencia pierde su “chispa” porque defiendo la vida del no concebido o porque considero que en la definición de matrimonio sólo “caben” un hombre y una mujer? Son preguntas que quedan en el aire ante la propuesta de “disfrutar de la vida” que nos hacen los ateos y en donde el rechazo de Dios no es más que una excusa eximente.
No creo que exista una persona sensata que busque abolir las prohibiciones que emanan de la razón y que son la base de la convivencia armónica de la sociedad sólo porque quiere “disfrutar de la vida”. Más aún, nos preocupa profundamente y hiere nuestra sensibilidad constatar cuántos abusos se dan en nombre del pretendido “disfrute individual”. La crónica negra nos bombardea no sólo con casos de violación, homicidio, violencia sin cuartel, que podrían estar lejos de la gente común, sino también de drogadicción juvenil, de falta de control de sí en las discotecas, “el botellón”, etc... todo porque unos hombres se rigen por el único criterio del “disfrute personal” sin tomar en cuenta los dictámenes de la razón que juzga objetivamente aquello que es justo y bueno.
Una ciudad sin ley moral interiorizada, no sólo civil o penal, no puede subsistir. Los límites son necesarios. El problema es determinar dónde están estos límites. ¿Hasta dónde se puede disfrutar sin transgredir? Dios ¿es una ayuda o un estorbo para discernir algo tan importante como es la vida buena, la vida que merezca ser vivida? Los creyentes sabemos que Dios está de nuestra parte.
Los creyentes consideramos que la afirmación de Dios no es una cadena que nos ata a normas arbitrarias, sino un faro que ilumina la conducta, que nos indica cuál es el camino que lleva a la verdadera felicidad, discerniendo entre el verdadero disfrute y el disfrute sólo aparente, porque ni todo lo que brilla es oro, ni toda risa es felicidad. Cierto que es posible el fanatismo religioso – y nuestra era nos da tristes ejemplos del mismo –, pero esto no tiene nada que ver con la afirmación de Dios. Dios no es, en definitiva, el aguafiestas de una humanidad emancipada de toda ley, sino el Maestro interior que habla en la conciencia para que el hombre pueda alcanzar su fin: la felicidad plena.
Los cristianos llevamos siglos tratando de comprender con nuestra inteligencia a ese “Alguien” trascendente al que llamamos Dios. Sabemos que nunca llegaremos a agotar mínimamente el problema de Dios. Él no es evidente, pero existe. Y esto constituye el drama y la grandeza de la existencia humana. Es una llamada a la libertad.
Si eres un hombre honesto, que busca el bien, que considera que una vida según la ley moral es digna de ser vivida – aunque sea difícil vivirla, y de hecho no siempre la vivas como sabes que debes vivirla –, analizarás los indicios que te llevan a la afirmación de Dios como fundamento de una vida buena y juzgarás si éstos te convencen o no.
Dios nos toca sin violentarnos. Encontramos su nombre escrito a cada instante en la espuma del mar – según la bella expresión del poeta Leopoldo Panero –, pero a cada instante se borra dejando un eco en las orillas. “Dios existe”, dicen las creaturas, “Él nos hizo, busca por encima de nosotras”.
“Probablemente Dios no existe”, nos sugieren los ateos. Esperemos que para cuantos creen en Dios sin comprometer por ello la capacidad de gozar auténticamente de la vida, esta provocación sea un estímulo para profundizar en sus razones y redescubrir la presencia de Dios, causa de toda alegría sincera, sentido último de todo lo bueno que hay en el mundo.