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Preparar el nacimiento

En todo hogar cristiano que se precie suele haber un nacimiento. Hay todo un ritual para ponerlo: buscar las figuras guardadas en las cajas desde el año anterior, conseguir heno o musgo recientes, humedecer el que todavía se conserve, reparar quizá alguna pieza rota, comprar otra nueva de más calidad, aumentar el número de pastores y angelitos, etc. Algunos, que gozan de tradición familiar por varias generaciones, pueden llenar amplias habitaciones. No sólo es prerrogativa de los hogares cristianos, también de las empresas e instituciones que no se avergüencen del origen religioso de la fiesta navideña, adoleciendo de complejos ilustrados trasnochados, todavía no superados. Donde la furia iconoclasta del fundamentalismo o el vacío de la cultura laica no han llegado, ahí hay un nacimiento; y ¡que bueno!, ¡cómo lo necesitamos! 

Lo necesitamos porque a los hombres hasta las cosas más santas y espirituales nos entran por los sentidos: tenemos necesidad de ver y tocar para elevarnos después por las alturas del espíritu. La imagen nos sirve de falsilla para la imaginación, más ahora, donde sumergidos en la cultura de la imagen la religión en ocasiones hace esfuerzos absurdos para ocultarse a los sentidos: los sacerdotes no lo parecen, las monjas camuflajean sus hábitos -no tod@s, claro- y hasta omitimos hacer la señal de la cruz por vergüenza en público. No deberíamos comportarnos así, porque en esta sociedad lo que no se ve es como si no existiese: no debemos hacer las cosas para que nos vean, pero nos ven y eso construye o destruye. Además, si sólo aparece lo estrambótico y estrafalario, flaco favor le hacemos a la fe, porque podemos ofrecer una imagen de mal gusto o de radicalismo cerril; nada mejor que mostrar naturalmente lo que se es y lo que se celebra.

Eso es lo que sucede con los nacimientos: nos recuerdan lo que estamos celebrando. Es verdad que sean cristianas o no, la inmensa mayoría de las personas dejan de trabajar en Navidad; el nacimiento les sirve para agradecerle al Niño por lo menos la interrupción del trabajo y la posibilidad de tener un convivio familiar: y eso sean de la denominación religiosa que sean o carezcan de ella (pidamos de manera especial por aquellos que no pueden siquiera darse ese gusto). Aunque sea por eso deberíamos agradecer que nuestra cultura, pese a quien le pese, es cristiana: celebramos la navidad y contamos los años a partir del nacimiento de Cristo (si bien con un pequeño error de + - 7, pero tenemos como punto de referencia a Jesús).

A diferencia de algunas decoraciones religiosas de mal gusto (como las cruces de neón en los templos, que recuerdan más a un pub que a otra cosa) el nacimiento puede tener arte, por lo menos es una artesanía y cabe tomarlo como punto de arranque para una imaginación creativa que nos meta en la escena. Para los cristianos de verdad, o aquellos que se esfuerzan por serlo, la imaginación, como todas las capacidades que Dios nos ha dado, no tienen nada de vergonzoso o pueril: si Dios nos la dio, para algo nos sirve, y una de esas cosas para la que es útil es para hacer oración. He ahí el adusto valor de las sencillas figuritas del nacimiento: pueden ser la puerta de entrada a una oración rica de afectos hacia Jesús, María, José, los pastorcillos y los sabios de Oriente que vinieron a adorarle.

Cada vez podemos ser un personaje diferente: no importa si elegimos ser Rey Mago o el buey que está al lado del Señor, lo importante es estar con Él, cerca de Él y de la Virgen. Eso es lo que queremos los cristianos estos días: estar cerca de la Sagrada Familia, para que se le pegue aunque sea un poquito a la nuestra de lo que a ella le sobra: amor, comprensión, unidad. Por eso las fiestas navideñas deberían ser una especie de “armisticio familiar” en las familias desunidas, una oportunidad de descubrir que somos capaces de perdonar, olvidar y querer.

Pero como las ideas vienen y van, se cristalizan y se esfuman, el nacimiento tiene la persistencia de la imagen, de lo concreto y tangible: Jesús está ahí, tal vez desnudito, con frío y necesita que lo arropemos: arroparlo una ocasión podrá ser perdonar, otra servir, otra sonreír, otra jugar con el niño, otra hacer una obra de caridad y misericordia, ¡no vayamos a ser nosotros otros posaderos egoístas que le cierran las puertas de su casa –de su vida, de su alma- al Salvador! Peor aún, no vayamos a ser otros Herodes, que estamos dispuestos ha hacer todo lo que está en nuestras manos para impedir su reinado (y por lo tanto, además de crueles, fracasados, porque eso es imposible: más de dos mil años llevan algunos empeñándose y dictando “actas de defunción al cristianismo” y son ellos los que fenecen).

“La imaginación al poder” decía el conocido eslogan sesentero, que podríamos parafrasear diciendo “la imaginación a la oración”, seguros de que ésta es más fecunda para transformar nuestra vida y nuestro mundo, partiendo de la paradójica sencillez de un pesebre que hace paralizar a la mayor parte del mundo civilizado.