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Preguntas esenciales

¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? Son preguntas de ayer, de hoy, de siempre.

La respuesta a la primera pregunta ofrece luz para la respuesta a la segunda. Las alternativas no son muchas. O respondemos que todo ocurre por casualidad, sin proyectos ni sentido alguno. O respondemos que hay un designio, un proyecto superior que da sentido a la vida humana.

Según la hipótesis de casualidad, venimos al mundo como resultado ciego de un proceso imprevisible de fuerzas. Imprevisible por ahora, aunque tal vez la ciencia consiga en el futuro conocer todos los parámetros y leyes que rigen férreamente cada etapa del desarrollo evolutivo, en sus grandes líneas y en los hechos más pequeños.

Lo que no podrán lograr nunca los científicos, si algún día llegan a cuadricularlo todo, es decirnos si era bueno o malo que el mundo fuese así. La pregunta por la bondad o la maldad queda fuera del alcance de los microscopios y de las tablas químicas. El científico sólo puede afirmar: “el mundo es así y no podría haber sido de otra manera”. No puede decir si es bueno que el mundo siga adelante, si vale la pena vivir cuando a uno le ha tocado un genoma defectuoso, cuando la gravitación universal ha lanzado sobre mis espaldas un árbol vacilante, cuando un tumor explota dentro de mi cuerpo.

Tampoco puede decir si es bueno luchar contra el agujero de ozono, eliminar las emisiones de gases tóxicos, promover una agricultura ecológica o una agricultura basada en alimentos transgénicos. La ciencia describe, nada más. El mundo de los valores no está a su alcance.

La explicación que supone la existencia de un diseño, de un proyecto, nos permite entrever que detrás del mundo, de la vida, de las estrellas y de los niños, ha habido Alguien que ha querido todo esto. Este Alguien se encuentra por encima de las fuerzas físicas, ha sido capaz de dar inicio a todo lo que vemos, lleva el hilo de la historia en sus manos.

En la perspectiva del proyecto es justo preguntarse por el bien y por el mal, por los planes de quien puso orden en las galaxias y en la tabla de los elementos químicos, en los jugos gástricos y en la clorofila de las hojas. Podemos preguntarnos (y preguntar al Proyectista) si con nuestra libertad hemos de optar por el egoísmo o la solidaridad, por la ayuda al débil o por la ley del más fuerte, por el amor generoso y exclusivo entre los esposos o por una promiscuidad parecida a la de algunos grupos de animales (o la que se da en algunos grupos humanos que presumen de “liberados” de toda regla ética).

Responder a las preguntas sobre nuestro origen y sobre nuestro destino no es algo opcional. El no responder, el vivir al día, es ya dar una respuesta: la respuesta de la fuga, del avestruz, que busca olvidar un problema que sigue allí, aunque nos tapemos los ojos. Un problema cuya respuesta establece una radical división entre dos modos incompatibles de comprender la vida y de asumirla en cada una de las opciones que hemos de realizar cada día.

No se trata de dar la respuesta que nos parezca más simpática. En este asunto lo que importa es la verdad. Sencilla y clara, sin complicaciones. Aunque pueda significar sacrificios y renuncias, aunque nos lleve a dejar egoísmos o proyectos de soberbia y de imposición sobre quienes viven a nuestro lado.

Hoy, en este día, podemos buscar con sencillez cuál sea la respuesta justa. Quizá con la ayuda de un libro, o con la mirada profunda del niño que sonríe a sus padres y sabe que no es un simple “accidente”, sino el resultado del amor “que mueve el universo”.

Quizá esa sea la respuesta más profunda: hay un Amor, hay un Dios, que es Padre, que ha llamado a la vida a cada planta, a cada niño, a cada enfermo, a cada anciano. A mí, que amo muy poco y que, sin embargo, puedo empezar a sembrar esperanzas en el mundo con un gesto de donación a quienes caminan conmigo, queridos por Dios también ellos, en este planeta de misterios...