Una vez más, Dios me regaló la posibilidad de concelebrar la Santa Misa con Juan Pablo II; aunque esta ocasión fue especialmente significativa, pues en ella se llevó a cabo la canonización de San Juan Diego, primer santo indígena de América; nada menos que en la Basílica de nuestra Señora de Guadalupe. Cabe señalar que este tipo de ceremonias normalmente se realizan en el Vaticano; por lo que este viaje significa una deferencia más de Su Santidad hacia nuestro pueblo.
En aquellas breves cinco horas de espera antes de la celebración, me vino a la mente una idea que seguramente todos habremos tenido: “Pobre Papa. . .: ¡el que tenga que suceder a Juan Pablo II!”; pues mientras más encorvado está –por el paso de los años, y el peso de su labor– más alto está dejando el listón.
Gracias a Dios, este asunto no se maneja por criterios de competitividad, es decir, el futuro Papa no estará obligado a hablar más idiomas; ni a hacer más viajes; tampoco deberá superar el número de canonizaciones; ni podrá exigírsele que contribuya más que él a la transformación de la estructura social y política del mundo. Ni tampoco que supere aquel carisma con el que ha conquistado el corazón de millones de personas en el mundo entero: ese encanto personal que permite a todo el que se le acerca sentirse aceptado, y amado, por ese hombre de Dios.
No cabe duda, en estos casi 24 años de su pontificado, nos hemos acostumbrado a una forma de dirigir la Barca de Pedro con unos modos y exigencias maravillosos: metido en Dios, y en lo más profundo del ser humano. Con los pies en la Tierra y la cabeza en el Cielo. Con un corazón donde la gracia divina crea un espacio donde cabemos, –holgadamente– todos y cada uno de nosotros, y donde nos sabemos comprendidos y amados.
Ante este fenómeno humano, por todos conocido como Juan Pablo II, habremos de preguntarnos si cada quien ha intentado cambiar su concepción de la vida para, entonces, poder seguir los pasos de este gigante. Está claro: sobra Papa. Hay mucho santidad en Su Santidad, y nosotros... ¿qué? ¿Por lo menos intentamos enterarnos de lo que nos dice? o ¿No será que enamorados de esa imagen suya, tan alta, ni siquiera nos planteamos la lucha personal que nos haga mejores seres humanos, y por lo tanto: mejores hijos de Dios? Nos queda grande el Papa, pero ¿no será que Dios está esperando una respuesta de nuestra parte, tan generosa como la que él nos está ofreciendo con el ejemplo de su vida?
Entre la infinidad de pendientes que este hombre tiene, está la canonización del Beato Josemaría Escrivá, la cual, si Dios no dispone otra cosa, llevará a cabo en el Vaticano el próximo 6 de octubre. Pues bien, entre tantas enseñanzas de este sacerdote de corazón universal, podemos encontrar una invitación al trabajo y al servicio a los demás hasta consumirnos, y esto lo resumía en una frase breve y clara: “hemos de morir exprimidos como un limón”.
Qué claro nos ha quedado a todos, al contemplar el cansancio del Vicario de Cristo que morirá así: exprimido como un limón. Es cierto que humanamente hablando parece que su jugo se está agotando, pero así ha venido pareciendo desde hace varios años. Se dice que las comparaciones son odiosas, pero mientras escribo esto, mentalmente relaciono las enseñanzas del Papa con ese jugo cítrico, tan fuerte y agradable, tan lleno de cosas buenas, y de sabor tan claramente definido, y esto me recuerda la frase de las Sagradas Escrituras: “los frutos de la Sabiduría”.
Pero volvamos a nuestro examen de conciencia para preguntarnos: De todo lo que ha salido de la pluma de Juan Pablo II: ¿cuánto he leído yo?, o mejor aún: ¿cuánto lo he estudiado? Pues en su labor de pastor lo que ha dicho no son banalidades, sino ideas intensas que darán la oportunidad de profundizar mucho a quienes no se conforman con hablar del clima. ¡Cuánto –por poner un ejemplo concreto– podrían aprender muchos defensores de la mujer con la lectura de la carta apostólica “Mulieris dignitatis” (Espero que no sea necesario un latinista para traducir esto).
Gracias, Dios mío, por este gran regalo que nos has concedido en Juan Pablo II.