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Pelón

No se llamaba así pero hallaban cierto placer apodándole de esta manera. Solían burlarse de él siempre que podían: a la llegada y a la salida del cole, en los recreos, en las clases… Pero él nunca se enojaba y más bien solía regalarles una límpida e inocente sonrisa que no denotaba timidez nerviosa, sino tranquilidad.

Durante la mayor parte del curso fue el centro de atracción. Su puntualidad era impecable y, quizá, muy en el fondo, a todos nos causaba envidia ésta y muchas otras virtudes que vivía como sin darse cuenta.

Cada mañana pasaban a saludarle regalándole un fuerte y bien tronado «sape» en su apetitosa nuca despoblada de pelo. Antes del receso le brindaban otros cuantos obsequios de este tipo y, aun así, él permanecía inmutable, casi casi como agradeciendo lo que malamente le procuraban.

Ya en el receso, dado que permanecía solitario en el salón, hacían las apuestas para ver quién entraba a tirarle la torta, a mancharle su inmaculado uniforme o, sencillamente, retos para ver quién conseguía quitarle aquello que guardaba entre sus manos con tanto apremio y en actitud orante: querían sacarlo de sus casillas pero nadie pudo lograrlo nunca.

Recuerdo que una vez, para un trabajo de biología por equipos, «los ocho» entregaron un engargolado con la fotografía de «Pelón» en la portada; era una investigación que ellos llamaron: «Los resultados comprobatorios de la teoría darvinista en el hombre a través del análisis de una especie en vías de evolución». Repitieron hasta la saciedad que en él se encontraba la comprobación necesaria para volver ley la teoría.

Siempre fue su víctima ideal para todo tipo de bromas. No hubo ocasión en que dejase de ser chivo expiatorio de las travesuras que ellos llamaban «mayores» y cuyos destinatarios solían ser los profesores. Él aceptaba con felicidad «su culpa» porque, según se supo después, el asentir a la culpabilidad le hacía considerarse «parte del grupo».

En general, nunca entendimos su rara moda de tener el cabello a rape. De hecho, nunca supimos a ciencia cierta si era moda o calvicie prematura. «Pelón» era un chico que, además, poseía el ornato del misterio. Solía desaparecer unos tres días cada fin de mes. Para «los ocho», especialmente, eran las jornadas más aburridas porque no estaba aquel que ofrecía algo de extraordinariedad a la vida del grupo y del salón.

Teníamos trece o catorce años y estábamos en tercero de secundaria. Era finales de mayo de 1994. «Pelón» ya tenía tres días sin ir a clases y, como era costumbre, esperaban, esperábamos su llegada para el día cuarto. Llegó el día cuarto y vino el quinto; pasó el fin de semana, arribó el lunes, el martes, el miércoles… el viernes, antes de salir al receso el director de la escuela nos pidió pudiéramos atención a una triste noticia que tenía que comunicarnos: «Mario Alberto ha muerto de cáncer el día de ayer».

A todos, a los que le molestaban y a los que no, se nos cayó el alma a las rodillas. ¿Quién lo iba a pensar? ¡«Pelón» muerto de cáncer, a su edad, sin jamás quejarse ni decir nada a nadie! ¡Si «los ocho» lo hubieran sabido no se habrían metido más con él, lo hubieran dejado en paz, pero…! Todo encajaba: nuestro modo general de tratarlo, las burlas especiales de ese grupito… «le hacían sentir parte del grupo».

Toda la clase fue al velorio, a la misa y al entierro (incluyendo la pandilla). A la semana siguiente la madre de «Pelón» se presentó en el colegio. A «los ocho» les temblaron las piernas de solo verla. El director les mandó llamar.

Lo primero que se les vino a la mente fue que había ido a quejarse del trato que dispensaron a su hijo pero no fue así. Con lágrimas en los ojos les regaló el Rosario que «Pelón», a sus catorce años, rezaba todos los días durante el receso:

- Me pidió que se los entregase -dijo-, que en el cielo iba a pedir por ustedes, sus amigos; por todos sus compañeros del salón, que habían hecho felices sus últimos días.

Las semanas siguientes ponderamos, más que en ningún otro momento, el valor de la sencillez, de la humildad, de la aceptación y de la fe. Desde entonces, cada uno, en especial el «grupito», aprendió que cada ser humano vale no por lo que aparenta, por su forma física; aprendimos que detrás de la persona más llana y sencilla, más «sin chiste», hay un tesoro valiosísimo que se halla en la calidad de alma que se esconde tras un cuerpo.

Ya van para once años de la muerte de «Pelón». Ninguno imaginó tener un amigo en el cielo. Un amigo que ha cumplido fielmente su promesa de interceder por sus amigos, por su salón, ante Dios.