En marzo de 2002 siendo un diacono recién ordenado, tuve noticia de los dolorosos hechos acaecidos en Estados Unidos, principalmente en Boston, tristemente protagonizados por sacerdotes. No se si era ingenuidad o crasa ignorancia, pero hasta ese momento no se me había ocurrido que aquello pudiese suceder. Años antes, como todo mundo, me enteré del funesto caso de pedofilia verificado en Bélgica, y que tenía por protagonista a un pastor protestante. Aquello había sido como destapar una cloaca que todavía sigue abierta y de la que aún queda mucho por limpiar. En contrapartida, entre ambos sucesos seguí en las noticias italianas –ahí vivía entonces- los avatares de un sacerdote, fundador de una asociación llamada “Arcobaleno” (arco iris), que buscaba desenmascarar distintas redes de pedofilia difundidas por Internet, y que sufrió debido a ello multitud de amenazas anónimas, hasta el punto de suspender la asociación.
No se me había ocurrido que un sacerdote pudiera cometer semejante crimen, y por ello, al aprestarme para llegar a serlo, fue muy oportuno que descubriera que esa triste posibilidad existía. Tras el shock inicial y al ver las proporciones que aquello tomaba, no quedaba otro camino que cuestionarse ¿cómo era posible eso?, ¿por qué sucedía? Y más importante aún, ¿qué debía hacerse?
No pretendo proporcionar un estudio psicológico ni estadístico de los diferentes casos; los he visto, pero considero que no es ir a la raíz del problema. En los hechos verificados por ejemplo en E.U., la inmensa mayoría de los sacerdotes reincidentes fueron ordenados en una época muy determinada –los años 70s-, caracterizada por la ambigüedad existente en la enseñanza moral de los seminarios. Era la época del “disenso” donde algunos teólogos se sentían con la autoridad para ejercer una especie de “magisterio paralelo” y rechazar públicamente, amparados en su conciencia, y haciendo alarde de irresponsabilidad y orgullo simultáneamente, las enseñanzas del Papa.
Multitud de factores se dieron cita para agravar el problema. Para mi sorpresa no se trataba de una novedad: basta estudiar historia de la Iglesia o los cánones de los concilios, para darse cuenta de que siempre ha sido una lucha, que ha conocido momentos álgidos, por la probidad de vida en los ministros de Dios. Sin embargo el modo de afrontar el problema en un primer momento, probablemente no fue el más acertado dentro del contexto globalizado en el que vivimos. Con frecuencia los obispos se encontraban entre la espada y la pared: defender o denunciar; castigar o corregir; rehabilitar o rechazar…, no siempre era fácil saber cómo debía tratarse el problema.
Aunado a lo anterior estaba una clara intención denigratoria, una estudiada campaña difamatoria que buscaba minar el prestigio moral de que goza la Iglesia Católica descalificando a su jerarquía. La manera fue sencilla, bastó hacer del escándalo negocio para que como hongos aparecieran muchedumbres dispuestas a denunciar y otros tantos a defender, no se sabe si con la esperanza de hacer justicia, difamar o ganar dinero. Al ventilar inmoderadamente todo tipo de narraciones morbosas no suficientemente verificadas, lo único que pululaba era la sospecha, “la duda” como se tituló incluso una conocida obra de teatro.
¿Por qué sucedió todo esto? Sería presuntuoso responder a esa pregunta de modo taxativo. Pienso sin embargo que se trata de un proceso de purificación. El Señor es muy claro en el evangelio: “la verdad os hará libres”. Aborrece el Señor de la hipocresía, la falsedad, las dobles caras, la simulación; pienso que ha querido purgarnos de eso y santificar a sus ministros, para que se den cuenta de que están puestos “en el candelero” para dar luz y no sombras. Es por ello positivo que se haga justicia, que se esclarezca la verdad, pero eso debe hacerse con caridad: sin afán de revancha, sin odio, respetando la dignidad de la persona, no dando por culpable al que no se le ha demostrado, respetando la intimidad de víctimas y victimarios sin regodearse en hechos lamentables que se usan como armas de escándalo, como medios de publicidad.
Lo más importante: ¿qué hacer? Lo que está haciendo el Papa. Impulsar a toda la Iglesia para que “crezca para adentro”, por ejemplo con el “Año Sacerdotal”. Cada nueva primavera de la Iglesia se caracteriza por una vuelta a sus raíces, a sus orígenes, a lo esencial y esto no es otra cosa que la unión en la oración. Así estaba reunida la Iglesia naciente en torno a María en el Cenáculo de Jerusalén. Así debe estar ahora, en torno al Papa: unida, en oración, pidiendo por sus sacerdotes, para que sean santos, para que sean más. Como diría San Josemaría: “¿queréis ser más?..., sed mejores”.