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Pablo de Tarso

Recién celebrada la conversión de san Pablo -antes judío ilustrado y fervoroso,  propagador incansable ahora de la fe cristiana-, nos hacia falta en esta columna una breve biografía de Pablo de Tarso, el heraldo de Cristo, el apóstol de los gentiles. Brevísima pero cálida e intensa. ¿A quién mejor recurrir que al propio Benedicto XVI? Hoy dispone el lector de una introducción a esa biografía sobre su ambiente cultural. 

Procede Pablo de una cultura muy precisa y circunscrita, ciertamente minoritaria: la del pueblo de Israel y de su tradición. Como nos enseñan los expertos, en el mundo antiguo, y de modo especial dentro del Imperio romano, los judíos debían de ser alrededor del 10% de la población total. Aquí, en Roma, su número a mediados del siglo I era todavía menor, alcanzando al máximo el 3% de los habitantes de la ciudad. Sus creencias y su estilo de vida, como sucede también hoy, los distinguían claramente del ambiente circunstante. Esto podía llevar a dos resultados: a la burla o a la admiración; ésta  se manifestaba en varias formas de simpatía, como en el caso de los “prosélitos”, paganos que se asociaban  a  la  Sinagoga  y compartían la fe en el Dios de Israel. 

Como ejemplos concretos de esta doble actitud podemos citar, por una parte, el duro juicio de un orador como Cicerón (siglo I a. C.), que despreciaba su religión e incluso la ciudad de Jerusalén; y, por otra, la actitud de la mujer de Nerón, Popea, a la que Flavio Josefo recordaba como “simpatizante” de los judíos (cf. Antigüedades judías 20, 195.252; Vida 16); incluso Julio César les había reconocido oficialmente derechos particulares, como atestigua el mencionado historiador judío Flavio Josefo. Lo que es seguro es que el número de los judíos, como sigue sucediendo en nuestro tiempo, era mucho mayor fuera de la tierra de Israel,  es decir, en la “diáspora”, que en el territorio que los demás llamaban Palestina. 

No sorprende, por tanto, que san Pablo mismo haya sido objeto de esta doble y opuesta valoración de la que he hablado. Es indiscutible que el carácter tan particular de la cultura y de la religión judía encontraba tranquilamente lugar dentro de una institución tan invasora como el Imperio romano. Más difícil y sufrida será la posición del grupo de judíos o gentiles que se adherirán con fe a la persona de Jesús de Nazaret, en la medida en que se diferenciarán tanto del judaísmo como del paganismo dominante. 

Ciertamente, la visión universalista típica de la personalidad de san Pablo, al menos  del  Pablo cristiano después de lo que sucedió en el camino de Damasco [su excepcional encuentro personal con Cristo], debe su  impulso fundamental a la fe  en Jesucristo, puesto que la figura del Resucitado va más allá de todo particularismo.  De hecho, para el Apóstol “ya  no  hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gálatas 3, 28). Sin embargo, la situación histórico-cultural de su tiempo y de su ambiente también influyó en sus opciones y en su compromiso. Alguien definió a san Pablo como “hombre de tres culturas”, teniendo en cuenta su origen judío, su lengua griega y su prerrogativa de “civis romanus [ciudadano romano]”. 

Después de que Lucrecio, un siglo antes, sentenciara polémicamente: “La religión ha llevado a muchos delitos” (De rerum natura, 1, 101), un filósofo como Séneca, superando todo ritualismo exterior, enseñaba que “Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti” (Cartas a Lucilio, 41, 1). Del mismo modo, cuando san Pablo se dirige a un auditorio de filósofos en el Areópago de Atenas, dice textualmente que “Dios... no habita en santuarios fabricados por manos humanas..., pues en él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17, 24.28). Ciertamente, así se hace eco de la fe judía en un Dios que no puede ser representado de una manera antropomórfica, pero también se pone en una longitud de onda religiosa que sus oyentes conocían bien. 

Además, debemos tener en cuenta que muchos cultos paganos prescindían de los templos oficiales de la ciudad y se realizaban en lugares privados que favorecían la iniciación de los adeptos. Por eso, no suscitaba sorpresa el hecho de que también las reuniones cristianas (las ekklesíai), como testimonian sobre todo las cartas de san Pablo, tuvieran lugar en casas privadas. Entonces, por lo demás, no existía todavía ningún edificio público. Por tanto, los contemporáneos debían considerar las reuniones de los cristianos como una simple variante de esta práctica religiosa más íntima. De todos modos, las diferencias entre los cultos paganos y el culto cristiano no son insignificantes y afectan tanto a la conciencia de la identidad de los que asistían como a la participación en común de hombres y mujeres, a la celebración de la "cena del Señor" y a la lectura de las Escrituras. 

En conclusión, a la luz de este rápido repaso del ambiente cultural del siglo I de la era cristiana, queda claro que no se puede comprender adecuadamente a san Pablo sin situarlo en el trasfondo, tanto judío como pagano, de su tiempo. De este modo, su figura adquiere gran alcance histórico e ideal, manifestando elementos compartidos y originales con respecto al ambiente. Pero todo esto vale también para el cristianismo en general, del que el apóstol san Pablo es un paradigma destacado, de quien todos tenemos siempre mucho que aprender.