Cada secuestro es un drama. Un hombre o una mujer caen en manos de delincuentes o de terroristas despiadados. Pierden su libertad, son tratados como simples “objetos” de los que se busca sacar dinero o “ventajas políticas” para la propia ideología asesina.
La víctima sufre intensamente. Sufre, de un modo especial, al pensar en quienes le aman, en quienes participan más de cerca de su tragedia, del sucederse de días de esperanza y de días angustiosos de silencio o de amenazas.
Los familiares y amigos viven momentos de angustia y de dolor. Buscan mil maneras para salvar al amigo, para liberarlo de carceleros criminales, para que termine una situación absurda.
Sufren también las autoridades públicas, las fuerzas de policía, la sociedad entera. No pocas veces surgen fuertes tensiones entre quienes querrían salvar al secuestrado, aunque se tuviese que ceder al chantaje de las bandas criminales, y entre quienes toman actitudes de firmeza y renuncian a cualquier negociación, con la esperanza de una pronta y difícil intervención por parte de la policía.
Existen, sin embargo, otros secuestros, muy numerosos y muy poco comentados: secuestros que anulan la libertad, a veces también los bienes y la vida, de millones de personas.
Son los secuestros de quienes cierran su corazón al amor y se dejan encadenar por el egoísmo. De quienes olvidan sus compromisos matrimoniales y buscan disfrutes desleales y adúlteros. De quienes no están contentos con las sanas alegrías de la vida y se abandonan a todo tipo de abusos en el mundo del sexo, del alcohol, de la droga. De quienes ponen toda su confianza en el dinero y en las cosas materiales y olvidan lo importante que es dar y recibir cariño de quienes viven a su lado.
Son los secuestros de quienes narcotizan su conciencia y dejan de lado sus compromisos como ciudadanos, sus deberes para con la familia, su dependencia de Dios, para perseguir a cualquier precio el capricho inmediato o el triunfo fácil. De quienes no quieren escuchar los consejos del amigo que les invita a ser honestos, las palabras del esposo o la esposa que les recuerdan cuánto les quieren y cómo les necesitan en casa con los hijos, de los compañeros de trabajo que buscan mil maneras para que al menos este fin de semana haya menos borracheras y más convivencia sana en la familia.
Son muchos los secuestros olvidados que aniquilan la libertad, la conciencia, el corazón hambriento de amores auténticos, y que convierten a tantas personas en esclavos tristes de placeres desleales, de pecados profundos y absurdos, de traiciones incluso a los valores más grandes: el matrimonio, la familia, la amistad, la justicia. Secuestros absurdos, porque el “secuestrado” cree muchas veces que sigue siendo libre, que no necesita ayuda alguna.
Pero también esos secuestros cuentan con millones de “rescatistas” dispuestos a todo. Para que un amigo vuelva al buen camino. Para que un esposo o esposa renueve el amor primero. Para que un hijo encuentre en su casa lo que la droga o la pandilla nunca podrán darle. Para que un trabajador o un empresario vivan a fondo la justicia que inicia en el respeto y que puede llevar al amor sincero.
No podemos olvidar a miles de secuestrados que viven atados al miedo, sometidos a asesinos bien pagados. No podemos tampoco dejar de lado a millones de secuestros olvidados, que tal vez piensan ser libres mientras están atados a cadenas de miserias y pecados que anulan sus mejores deseos y rompen sus corazones y el de sus seres queridos.
Salvarlos será lo mejor que podamos hacer para que todos, los secuestrados por violencias asesinas y los secuestrados por pasiones bajas del corazón humano, puedan respirar hondo, sentirse libres, saberse amados por Dios y por millones de corazones buenos que desean, sinceramente, volverles a abrazar felices y contentos.