En un continuo afán de justificar nuestros errores preferimos cambiarles de nombre en vez de modificar nuestras actitudes, por ello los cínicos sueles presentarse como sinceros. Ante esta tendencia tan frecuente, los padres de familia y los educadores en general, se han de enfrentar ante el reto de formar verdaderos seres humanos, quienes por nacimiento ya lo son; en cincelar hombres y mujeres virtuosos. Goethe dice que la finalidad de un hombre es tornarse verdaderamente hombre. Desde otra perspectiva, habremos de superar el ser hombres de “iure” para convertirnos en hombres de “facto” y en plenitud.
Dos grandes errores hemos estado cometiendo los adultos de nuestro tiempo: crear una juventud alérgica al esfuerzo, pues no les hemos enseñado a resolver sus problemas; y por otra parte, les hemos dado mucha información sexual sin prepararlos para el amor, pues hemos perdido de vista que amar es someterse venturosa y libremente a hacer feliz a la persona amada.
Hace tiempo que hemos pasado del punto de inflexión, o sea, el nivel donde se deja de subir para comenzar a bajar. No hemos sabido elevar al ser humano para que pueda hacer uso adecuado de una técnica que avanza a velocidades vertiginosas.
Partamos del principio que en los seres humanos la perfección absoluta es imposible; por ello, las limitaciones, los errores y los fracasos habremos de enfrentarlos como asuntos de ordinaria administración. Así pues la labor de todo educador ha de centrarse, en buena medida, en convertir cada fracaso en un gran paso; para lo cual es imprescindible una actitud positiva. Como afirma Arthur Roose: hemos de ver los defectos como áreas de oportunidad.
Todos los días nos enteramos de casos en los que resulta más económico y más rápido construir una casa nueva que remodelar una antigua. Pero en el caso de la educación esto no es posible y mucho menos conforme pasan los años, pues mientras más pasa el tiempo más nos acostumbramos a nuestros hábitos. Sin embargo, sí podemos aprovechar todos los cimientos y estructuras sanas y sólidas de nuestras virtudes para apoyarnos en ellas y edificar otras cualidades, lo cual exigirá siempre el ejercicio de la paciencia, y a veces, de mucha paciencia.
Cuando la labor educativa se entiende como formación integral y no sólo como instrucción intelectual, es necesario pasar por tres etapas: conocer, valorar y aprovechar las cualidades de cada individuo. Es decir, no perdiendo de vista que cada persona, junto con sus deficiencias, tiene capacidades positivas en todos los órdenes.
Desafortunadamente todavía muchos educadores castigan a los menores cuando éstos reconocen que hicieron algo malo. No se trata de premiar las malas acciones, pero no deberíamos perder de vista que la sinceridad es algo positivo que de suyo merece reconocimiento. Hay que premiar la sinceridad para que se convierta en el constante punto de partida a base del esfuerzo por ser mejores.
Uno de los principales objetivos en la labor pedagógica consiste en enseñar a amar pues sólo vale la pena vivir cuando se vive amando. Pero el amor es algo mucho más serio y más profundo que el simple enamoramiento, pues éste suele ser superficial y pasajero, mientras que el auténtico amor no sabe de mediocridades. Esta forma de entender el amor verdadero nos exige y nos lleva a exigir. Cuando se educa en el amor y para el amor, es mucho más fácil fomentar y consolidar la fidelidad; así se les forma en el compromiso, con lo que la fidelidad se convierte en la consecuencia obligada.
Juan Pablo II refiriéndose a los jóvenes les dice: Ser hombres nuevos interiormente es el presupuesto indispensable para construir una relación nueva con los otros. He aquí el otro aspecto de la novedad cristiana: en un mundo que, cuando no cede a la tentación de la violencia, asume frecuentemente como norma de conducta social una especie de razonado egoísmo ¿no constituye acaso una propuesta de novedad revolucionaria la de construir las relaciones humanas sobre un sentimiento desinteresado como el amor?