El próximo sábado, según nos lo está recordando la publicidad, cuando las sombras nos cubran, será la famosa noche de brujas. Probablemente algún lector, identificándome como sacerdote, y leyendo el encabezado de este artículo, pueda suponer que en base a argumentos escriturísticos o doctrinales, voy a hacer una valoración moral sobre una costumbre que, como todos sabemos, está muy lejos de ser mexicana, y mucho menos, cristiana.
Sin embargo, la verdad no estoy de humor para tal labor, simplemente deseo compartir por estas líneas algo que atrajo mi atención cuando hace dos años, estando yo en el Centro Universitario Roda en la Colonia Anahuac, llamó a la puerta un típico grupo de niños -algunos de tamaño diminuto- acompañados de tres jóvenes mamás.
Tal conjunto inspiraba simple y llanamente: simpatía; y como es costumbre en esa noche (costumbre en los Estados Unidos, aunque parece ser que, para algunos asuntos, hay quienes suelen bajar la línea de la frontera bastantes kilómetros hacia el Sur). Continuando con lo que les contaba antes del paréntesis; algunos de los chaparritos iban ataviados con espantosos disfraces y máscaras. Otros, más que fantasmas parecían angelitos.
Unos de los muchachos con quienes me encontraba charlando dentro de la casa, quiso abrir la puerta, pero le pedí que me cediera la oportunidad de hacerlo yo, para darles una sorpresa a nuestros horrendos visitantes. Así pues, salí a la calle... ¡vestido de sotana!
Lógicamente, conseguí mi propósito tanto con los niños como con sus madres, pues no es nada común que de un domicilio normal salga de repente un sacerdote “ensotanado”. Supongo que algunos de aquellos diminutos seres pudieron pensar que yo también andaba disfrazado para la ocasión.
Una vez superado el asombro, uno de los mayores me abordó con la demanda de rigor en una noche así, preguntándome si yo también les daría los dulces que salieron a buscar; pero mis malévolos y espeluznantes planes eran otros muy distintos.
Comencé por mirarlos detenidamente y, cuando sentí que dominaba la situación, les dije: Miren; yo no tengo dulces y Ustedes sí, por eso les propongo que esta vez, sean Ustedes los que me den a mí dulces ¿Qué les parece? Y estiré mi mano con la palma hacia arriba.
La respuesta no se hizo esperar y, uno a uno, fueron pasando a depositar su voluntaria donación, que normalmente consistían en óbolos de uno a tres dulces. Para esto he de aclarar que las mamás no abrieron la boca; entendieron la jugada, y supieron mantenerse al margen sin dar indicaciones a los enanitos.
Hasta aquel momento todo iba bien, pero... faltaba aun lo mejor. Han de saber que el más joven del grupo, un pequeñín de, quizás dos años de edad, llevaba el tesoro más valioso: una bolsa transparente, de buen tamaño, llena de nueces y chocolates de muy buen ver, y de mucho mejor sabor, que se habría ganado por su encantadora carita. Pues bien, resulta que éste se soltó de la mano de su mamá y me entregó la bolsa “enterita”. ¿Qué les parece, eh?
No, por favor, no piensen mal de mí, no soy tan canalla como para atreverme a aceptar aquella valiosa donación. Ante tal gesto, inclinándome un poco le dije: “mira amiguito, me parece que esta bolsa debes llevártela tú completa. De todas maneras te doy las gracias”. No sé si me entendió bien lo que quise decirle, pero dió media vuelta, y regresó al lado de mami con la misma naturalidad; sin percatarse de la lección de generosidad que acababa de darme.
No dudo que haya adultos, muy ponderados y objetivos, que quieran dar como explicación al suceso, el hecho de que por su corta edad mi generoso amigo no sabía lo que hacía. De acuerdo, pero cuando recuerdo aquella noche de brujas, vienen a mi mente unas palabras de un libro muy famoso, y que si mal no recuerdo dicen así: “si no os hacéis como uno de estos niños pequeños, no entraréis en el Reino de los Cielos”.
¿No les parece que serán pocos los que conseguirán entrar a ese Reino?