Necesidad de las fuentes
Hoy lo más sencillo y habitual es asegurar la infalibilidad de nuestra opinión amparándola en esa conjugación verbal que ha venido, poco a poco, adquiriendo familiar personalidad.
La necesidad de comunicarnos ha regalado un magno temple a ese interventor y apelativo, aparentemente eficaz, de y en las mentes inoperantes o penosas y las bocas parlanchinas; so pretexto de no ser «islas sociales» y participar activamente en el proceso de la conversación a través del intercambio diario de opiniones se ha ido infiltrando en la lengua cotidiana ese peligroso traslado al «dicen» como si allí radicara la fuente que justifica el departir de lo que no conocemos pero hemos oído. En inmensidad de ocasiones detrás de estas ganas de contribución en la vulgar parlamentarización argüimos lo que es cosecha nuestra tras esta figuradamente útil simplificación del pensar al no atreverse a manifestar el sentir por miedo al «qué dirán.»
Ampararse en semejante nimiedad es reducirse y reducir. Tras el «dicen» se esconde ese miedo a exponer el propio pensamiento o a justificar la posibilidad del error trasladándolo a la esfera del anonimato. Pero es que así, más de uno lo pensará, el equivocado realmente no lo está porque le «dijeron»; aunque si resulta verdadera o exitosa su afirmación quizá llegue a admitir la posibilidad de plantear el origen particular de lo expuesto. Mas no es sólo problema de pena expositiva y primariedad irreflexiva en el intercambio de palabras. Hablar es un ejercicio mental donde coopera toda la persona y, por tanto, todos los conocimientos adquiridos por cada uno de los miembros de nuestro ser corpóreo. En el hablar casi ha llegado a tener un exclusivismo la mente y resulta comprensible: es ella quien acumula y ordena los datos, la que dispone del conocimiento para luego exponerlo, según la oportunidad, por medio del lenguaje.
Prostituir esta capacidad y rebajarla a tanto es inadmisible. Hablar, exponer, participar, acusan trabajo, piden esfuerzo de elaborar, a veces esquemáticamente, el pensamiento. Aquí inicia el conflicto: la pereza nos ha conducido a la molicie intelectual, a la aptitud mohecida, a la impureza de las ideas y, por tanto, del vocabulario. Al carecer de voluntad para ejercitar la masa encefálica reducimos nuestros veredictos en ligerezas y superficialidades que rayan en lo ridículo. Y lo peor del asunto es que nos excusamos en la libertad de opinión cuando en realidad lo que estamos haciendo es opinar mal con la libertad. Hablar es un don. Unos lo tienen más potenciado que otros pero todos somos partícipes de la global necesidad del hablar. Resulta ineludible educar la mente y agudizar la opinión: hablar implica un voto de confianza y veracidad; para hablar hay que poseer mucho de verdad y un poco de formación. ¿Quién puede depositar su confianza en una persona que le gusta fundamentar su verborrea en el «dicen»? El «dicen» ni como muletilla vale. Es digna de confianza aquella persona que sujeta su opinión a una fuente. Además, citar el estanque del que obtenemos pesquisa confiere dos cualidades a nuestro discurso: reflejan nuestra capacidad de relación y profundización, nuestra cultura general y de penetración en opiniones ajenas que suelen formar la propia (pues siempre partimos en el hablar de prejuicios, positivos o negativos, que nos legan los que protagonizan los hechos y los que los escriben o narran): otorga un reflejo de nuestra capacidad intelectual. Y la segunda, y no menos importante, es el transferir la falla, en caso de error, a la fuente consultada y no quedarnos con el demérito y la consecuente infama. Caso contrario es hacernos con la palma del laurel si la aseveración es convincente y real, por tanto objetiva y fundamentada; somos así, tabernáculos de la confianza que es una de las glorias de la argucia popular u profesional.
Hablar no puede pasar a ser uno más de los verbos insignes que han pasado a engordar el catálogo del desmerecimiento. Hablar, el buen hablar que está al alcance de todos, no puede ceder su posición ante un verbo impuro y maltrecho conjugado en tercera persona del plural en presente indefinido. Pero depende del uso, uso que se somete al vulgo, su educación, e interés del gobierno en turno.