Hay quienes ven la muerte como una derrota, como un fracaso, como un enemigo, como un destino trágico que buscan evitar a cualquier precio.
Quienes no aceptan la idea del morir, quienes temen que llegue esa hora “desgraciada”, hacen todo lo posible por combatirla. Incluso con actividades sumamente nobles: organizan campañas nacionales e internacionales para combatir las epidemias, el hambre, el cáncer, los accidentes de carretera, el alcoholismo...
Otras veces, promueven sistemas y leyes que garanticen la máxima seguridad para el mayor número de personas. Logran, así, leyes para prevenir incendios, para construir edificios anti-terremotos, para que los pisos altos estén dotados de escaleras de emergencia, para que los niños tengan menos aventuras y más seguridades. Se organizan planes sanitarios nacionales e internacionales para erradicar enfermedades infectivas, para vacunar a bebés, adultos y ancianos, para construir mejores hospitales, para facilitar el acceso a las medicinas más eficaces.
Cuando surge, a nivel nacional o internacional, el peligro de una epimedia mortífera, se avisa a la sociedad, se eliminan los animales o plantas que puedan ser ocasión de contagio, se aíslan a los primeros infectados, se pide a los ciudadanos que no salgan de casa, que no vayan a lugares públicos, que limpien minuciosamente su ropa, sus manos, los alimentos que va a consumir.
Muchas de estas medidas son necesarias y útiles: millones de muertes y de contagios han sido evitados gracias a la eficaz colaboración de todos. Pero existe el peligro de llevar las cosas hasta extremos que lleven poco a poco a la asfixia de la vida social.
Hay incluso quienes, en su deseo por luchar “contra la muerte”, llegan a provocar muertes por “exceso de seguridad”: por aburrimiento, por asfixia bajo un sinfín de medios higiénicos, por tristeza ante la imposibilidad de hacer tantas cosas bellas (paseos por el campo, visitas a familiares y amigos, viajes) que podrían quedar prohibidas si cunde el pánico hasta límites insospechados.
Incluso no pocas veces el miedo a la muerte lleva a no desear que inicien nuevas vidas: muchos niños no nacen porque sus padres tienen miedo a abrirse a la llegada de un hijo, porque ven cada nueva concepción como el inicio de peligros y de problemas. Si algún día todos llegasen a pensar lo mismo, acabaría la vida humana sobre la tierra...
Es bueno combatir tantas situaciones de pobreza y de falta de higiene que causan enfermedades fácilmente vencibles. Es bueno promover vacunas y levantar hospitales para curar y atender a los enfermos. Es bueno prevenir contagios a través de la prohibición de comportamientos irresponsables.
Pero también es hermoso asumir ciertos riesgos para dedicar el poco tiempo que tenemos para servir y amar a quienes viven a nuestro lado. La confianza y un “riesgo razonable” genera vida. Una vida que es bella cuando se vive para los demás, en el desgaste y los “peligros” de quienes saben que estamos de camino, de quienes recuerdan que la patria eterna llega luego, que vale la pena darse plenamente a los demás en este breve tiempo humano.