En los últimos días la opinión pública ha dado el alerta: 6 mujeres han muerto en Estados Unidos tras haber usado la píldora abortiva RU-486 (conocida también como Mifeprex o Mifepristone). Una píldora cuyo fin es producir el “aborto químico” (o aborto farmacológico) de un embrión precoz. Una píldora pensada para evitar los “daños” y peligros del aborto quirúrgico, para disminuir traumas, para hacer más fácil y menos costoso el gesto de acabar con el propio hijo.
Al publicar la noticia el 18 de marzo de 2006, “The New York Times” recogía la pregunta provocatoria de Monty Patterson, cuya hermana de 18 años murió en el año 2003 después de un aborto quirúrgico: “¿Cuántas mujeres tienen que morir antes de que se retire este producto del mercado?”
En realidad, no habría que esperar a que mueran más mujeres por la RU-486, si es que se comprueba que la píldora abortiva ha sido realmente la causa de tales muertes. Bastaría con poner ante nuestros ojos toda la realidad de los resultados conseguidos por esta “medicina”: más de 500.000 abortos químicos en Estados Unidos, y más de 1.500.000 en Europa.
Se trata de un número enorme de embriones eliminados. Eran hijos, y se les negó el amor que permite seguir en el camino de la vida. Eran seres humanos, y fueron declarados inferiores y dignos de morir. Esos dos millones de muertes, ¿no deberían ser “suficientes” para prohibir la RU-486? ¿O habrá que esperar a que mueran más millones de hijos y algunas madres víctimas de una píldora asesina?
Quizá es hora de evitar tanta muerte y tanto dolor, pues nunca el aborto es una decisión fácil para ninguna mujer. Quizá es el momento de promover una cultura que ayude a la maternidad, que defienda la vida de cada hijo, que acompañe y sostenga a las mujeres que inician un embarazo no deseado o en situaciones difíciles. Por el bien de ellas y de sus hijos, que serán los hombres y mujeres del mañana.