Morder y devorar
Morder y devorar son dos verbos fuertes que extrañan a cualquiera que escuche emplearlos para referirse a las relaciones humanas. Los utiliza, sin embargo, san Pablo con desenfado para describir la situación que reinaba entre los cristianos de la región de Galacia: «Si ustedes se muerden y devoran unos a otros, tengan cuidado no vayan a destruirse mutuamente» les dice su fundador y padre en la fe (Gl 3, 15). Aunque lo parezca, no exagera el Apóstol. Lo más triste, explica el papa Benedicto XVI en la reciente Carta a los Obispos de la Iglesia Católica, es que este «morder y devorar» existe también hoy entre nosotros, como expresión de una libertad mal interpretada. En concreto, se refiere el Romano Pontífice a las reacciones virulentas que provocó en algunos círculos católicos su decisión de levantar la excomunión a cuatro obispos lefebvrianos y la consabida manipulación de los medios de comunicación.
Hay que decir con toda claridad que el Papa ni se equivocó ni se arrepiente en su carta. El Papa la llama «palabra clarificadora». Manifiesta, sí, su extrañeza y su dolor ante la incomprensión respecto a su actitud y, por eso, la explica con claridad y humildad a sus hermanos obispos. Al papa Juan XXIII se le admiró y sigue admirando por su bondad y comprensión con los hermanos separados. A él se debe, no la invención, sino el haber recordado que es deber moral y cristiano distinguir entre el pecado y el pecador, entre las personas y las instituciones, y que hay que aceptar lo bueno y verdadero que exista en un disidente, aunque sea poco, y desde allí iniciar el diálogo y reconstruir la unidad de la Iglesia.
Esto fue exactamente lo que hizo el papa Benedicto XVI con esos hermanos lefebvrianos: les tendió la mano quitándoles una censura gravísima, la excomunión, pero sin reconocerles ningún estatuto jurídico dentro de la Iglesia mientras persista en ellos su intransigencia doctrinal. Nada sencillo es fijar límites entre la ignorancia y la mala fe, pero en cualquier caso es lamentable que muchos hayan aprovechado esta mano tendida del Papa –cuya primera carta encíclica nos recuerda que «Dios es amor»–, no para estrecharla ni para ver en este gesto una señal de amor cristiano, sino para morderla y lastimar al pontífice de Roma, nuestro Pastor.
Le agradecemos al Papa este gesto de caridad fraterna al mismo tiempo que su firmeza doctrinal al defender el tesoro de la fe y buscar restaurar la unidad de la Iglesia, tendiendo la mano a esos cuatro obispos, a casi medio millar de sacerdotes, a cientos de seminaristas y miles de fieles que se han rebelado contra la autoridad legítima. Norma sabia ha sido siempre en la Iglesia buscar la unidad en lo esencial, comprensión en lo opinable y caridad en todo. Los que «muerden y devoran» a la Iglesia deben permanecer donde suelen estar, rondando en su exterior.