Mística y ascética
Hay un deseo profundo de Dios. En los corazones que lo buscan y en quienes apagan su sed de infinito con alegrías pasajeras. En los pensadores de carrera y en los que, sin estudios, contemplan la belleza de una tarde de verano. En los niños con sus sueños y en los adultos reflexivos gracias a una vida llena de experiencias.
Quisiéramos llegar a comprender el sentido profundo de la vida, de las flores, de los vientos, de las estrellas, de las miradas hostiles o amables, curiosas o indiferentes, brillantes o llenas de una profunda melancolía. Quisiéramos estar seguros de que nuestra existencia tiene un origen inmenso, que camina hacia una meta insospechada. Quisiéramos tomar conciencia de que el tiempo presente hipoteca, minuto a minuto, el futuro que avanza a cada instante.
Nos gustaría ser como los místicos: inmersos en la presencia de Dios, llenos de su Espíritu, íntimos amigos de Cristo, adoradores de su presencia y de su acción sagrada en cada misa. Ver una enfermedad y una alegría como regalos, como signos de bodas de un Padre bueno. Ver cada embarazo y cada sepulcro como señales de un camino que inicia en el tiempo y que salta hacia lo eterno.
Llegar a ser místicos es hermoso. Es, además, un reto, una conquista, un esfuerzo: no hay mística sin ascética, sin disciplina, sin combate. Ver a Dios nos obliga a luchar cada día por ser buenos, ser honestos, ser “perfectos” (en la medida en que esto sea posible a nuestra condición humana).
El santo lucha día a día contra pasiones, contra egoísmos, contra miedos. Tiene que superar complejos, desterrar temores, agachar la cabeza (ayer, hoy y mañana) para pedir perdón, para cerrar las puertas de deseos alocados, para abrir horizontes de caridad en días de cansancio o de tristeza.
El camino se hace, a veces, cuesta arriba. Algunos parecen sucumbir. Es más fácil ceder a ese odio, dedicar un rato de descanso a la búsqueda de placeres intensos, aumentar la comida en el plato y acariciar por más tiempo un lecho de delicias huecas. Entonces necesitamos ver lo que gana el luchador, lo que obtiene quien dice no al egoísmo y sí a la entrega.
Nos llena de entusiasmo descubrir la belleza de la vida de tantos santos que se levantan y que luchan, tal vez cansados pero no por ello menos decididos. Buscan a Dios, miran a Jesús crucificado, piensan en la alegría del Padre de los cielos que ve volver a casa a hombres débiles y sencillos, contemplativos y esforzados. Hombres que viven una profunda experiencia mística a través de la ascética de cada día.