Mimados por Dios
El cielo estrellado en una noche limpia de viento seco. El mar enérgico con sus momentos de bonanza cautelosa. El caminar danzante de un petirrojo que busca comida en una fresca mañana de invierno. El abrirse tímido de una flor sobria y alegre.
Tantas señales nos hablan de un mundo lleno de grandeza y de ternura. Colibrís y gaviotas, halcones y jilgueros, gatos esponjados ante el sol tibio, búhos que llenan de sugestión la noche de un valle tranquilo, chicharras bulliciosas en los días de calor, peces que brillan bajo el mar ante la mirada de un niño de ojos redondos y boca extasiada.
Más allá y más adentro, más lejano y más íntimo, más tierno y más sublime, Dios susurra. Nos muestra cariño y grandeza, nos dice que somos hijos muy amados, nos acompaña con la caricia de un trébol fresco o con los caprichos de un amanecer con tonalidades de esperanza.
Nos acompaña en quienes viven aquí, bajo el mismo techo, en el mismo tren, junto a la misma vitrina del mercado, delante y detrás de la cola de una oficina del ayuntamiento...
Nos quiere mucho, porque somos hijos, porque nos sabe frágiles, porque nos ve miedosos, porque se alegra cuando empleamos este breve tiempo para amar a quienes necesitan bálsamos de consuelo con los que curar las mil heridas de la vida.
El arcoiris de la tarde pone en fuga a la lluvia que dará verde a las espigas y fragancia intensa a los jazmines. Nos recuerda, con sus colores vivos, con su forma arqueada y comprensiva, que Dios es fiel y bueno, porque tiene corazón de Padre, porque desea cobijarnos a todos, en casa, como a hijos.
Cada uno de nosotros sigue su camino. A veces entre espinas, quizá con lágrimas de penas profundas que vienen de muy lejos. En el cielo, una golondrina nos invita a confiar y a buscar el Reino, a vivir cada día más serenos, a recordar el gran secreto: el Amor es la clave que permite descifrar el misterio de la existencia humana.