Medioevo eterno
Si hay Edad Media, es decir, un lapso de tiempo intermedio en la historia, es porque hay una edad inicial y una edad posterior. Así entendemos mejor la clasificación, la división de la historia, de la historia del hombre, de nuestra historia.
El medioevo es, pues, parte de un ciclo, de un todo; es porción, no totalidad. Y como tal, es el espacio donde confluyeron un conjunto de eventos que, perentoriamente, han marcado el hoy de nuestra contemporaneidad.
Desde el punto de vista histórico, la Edad Media es el periodo que abarca el tiempo comprendido entre el siglo IV y el XIV de nuestra era; un estadio temporal hondamente marcado por el feudalismo, un sistema de relaciones sociales, económicas y políticas, a saber: una economía donde la mayoría de la población, en torno a los monasterios y luego ante los castillos, se dedicaba a trabajar la tierra; una sociedad estamental, las relaciones de contrato entre el señor y el vasallo y la fusión de la primera estructura del pensamiento antiguo en íntima relación con el cristiano.
¿Por qué hablar de un medioevo eterno si, como se ha dicho, es parte y no todo? No estamos hablando de una extensión en el tiempo, en nuestra necesidad “sectaria” de la historia para comprenderla y estudiarla mejor; tampoco se trata de una unificación falsa o ficticia que reduciría ciegamente el todo a un afán sintético y errado de encajonar la historia en un solo nombre.
Con medioevo eterno, tomado en sentido poético, metafórico, a modo de alegoría, no en sentido estrictamente literal, debemos entender la interpelación que nos hace la conciencia a revalorar la luz de un periodo tan denostado como éste. No es difícil, incluso hoy, leer o escuchar la sarta de prejuicios negativos que simplonamente califican como oscura a la Edad Media. Todo en la vida tiene sus consecuencias, es indiscutible la objetividad de las muchas y sabias aportaciones que legó la medievalidad a nuestra actualidad. La validez del examen al que invita la reconsideración serena, pausada, clara, objetiva e imparcial del medioevo es justa y necesaria para una compresión correcta del hoy, del aquí y ahora. Obviamente este fin se alcanza cuando se es capaz de pensar con rectitud y honestidad.
Excursus histórico
En el año 529 el emperador Justiniano cerraba para siempre la academia platónica. El simbolismo que conlleva ese acto, como la acción de dejar atrás el pasado y mirar con “nuevos” ojos el futuro, sin perder, sin dejar pasar inadvertido todo el legado social, cultural, histórico, intelectual, religioso, es común en la opinión de muchos historiadores y otros eruditos. Sería injusto, no obstante, creer que con aquella acción quedó atrás la existencia de amigos del saber y que la época de decrepitud y estancamiento se iniciaba.
Si bien es verdad que con el cierre de la Academia platónica se cerraba una página en la historia, no es cierto que cayera en vacío. Ya desde el inicio del cristianismo, los padres apostólicos, los padres apologéticos y los padres de la Capadocia metieron en catecumenado las ideas de los pensadores paganos antiguos, no tan antiguos e incluso de los coetáneos. Con el pasar del tiempo, el establecimiento de la libertad de práctica religiosa para los cristianos, fomentó el pasar a una estructuración del “corpus fidei”. Para esto fue necesario hacer notar la inteligibilidad de la fe, el no reducirla a una serie de creencias donde no se pudiese vislumbrar la revolución religiosa a partir de Cristo confrontada con el mito de la religiosidad griega o romana. No, no era el caso del cristianismo donde la Razón, el Logos, la Palabra Divina, el Verbo de Dios, se había humanizado. Había motivos y explicaciones y, poco a poco, los padres de la Iglesia, en el transcurso del tiempo, fueron mostrando este aspecto. Fe y razón, desde entonces, fueron temas frecuentes de exposición y discusión; exposiciones y discusiones ortodoxas, y más heterodoxas, de todo hubo, que no hubieran sido posibles sin poseer el punto común de encuentro y convergencia que fueron los monasterios, focos de cultura y escuelas de sabiduría.
Indispensable es, también, ponderar no únicamente el aspecto cristiano. Las aportaciones de pensadores árabes y hebreos fueron importantísimos: la filosofía árabe fue la primera conservadora del pensamiento antiguo, especialmente aristotélico. Ésta no hubiese entrado en contacto con el naciente modo de filosofar cristiano de no ser por la intervención de la filosofía hebrea, puente entre reflexión árabe y cristiano occidental. Mas referirnos a este acontecimiento es hacer alusión a otra valiosa consideración: la comunión de vida entre culturas que, aunque no fue total ni siempre pacífica, es digna de aprecio en parangón con el hoy. Se dio, en definitiva, un traspaso de riqueza de una civilización a la otra, un mutuo enriquecimiento cultural con lo más valioso que puede ofrecer un pueblo: el pensamiento. Esto fue lo que, precisamente, bautizó e hizo suyo el cristianismo, el pensamiento, sobre todo, aunque no únicamente, de Platón y Aristóteles que, dicho sea de paso, no pasó a manos europeas en la lengua original sino por traducciones en las lenguas de origen de filósofos árabes y hebreos.
El culmen del pensamiento, por designar fortuitamente al encuentro del cristianismo con el paganismo filosófico, tomó forma con uno de los dos productos propios de la Edad Media: la universidad (el otro, cabe decirlo, era la catedral).
Se pasó del monasterio a la universidad, franqueado el siglo XI, estableciéndose la enseñanza de la jurisprudencia, la medicina, la teología y la filosofía. Esta educación fue marcada y encontró sentido en la definición etimológica de universidad (del latín “uni”-uno; “versus”, hacia: hacia un lugar donde convergen).
El método escolástico predominó y no tardaron en venir las disputas, ¿consecuencias del método?, entre franciscanos y dominicos (platonismo contra aristotelismo) en los siglos XII y XIII que marcaron la plenitud escolástica a la que, poco más tarde, sucedería un retroceso iniciado, sobre todo, por Okham, un religioso franciscano que echó a tierra de modo parcial el intento multisecular, desde Boecio hasta Santo Tomás de Aquino, de aproximación, inteligibilidad y descubrimiento racional de las verdades de fe, empezando por la existencia de Dios. Él mismo, Okham, su pensamiento, sería el punto de referencia para los autores posteriores que seguirían su línea de emancipación en el renacimiento y que se prolongaría incluso hasta hoy, a veces de manera más radical, con la negación absoluta de la fe.
Medievalización de la actualidad
El excursus histórico que hemos sentado líneas arriba ayuda a encajar y comprender mejor este nuevo apartado, aunque, ahora, primeramente debemos definir qué entendemos por medievalización.
Medievalización es una acción verbal que puede indicar un proceso ejecutado o que se está cumpliendo; indica consumación o que se consumará. Al resaltar los aspectos positivos, nobilísimos, evidentemente más visibles que los negativos que también poseyó el medioevo, podemos subrayarlos como puntos de trabajo para un pensamiento débil, generalizando, preponderante en nuestro presente. Pero todavía cabe una pregunta: ¿es posible medievalizar la actualidad? ¿Cómo se haría? Tenemos así un plan, un proyecto que parte del asentimiento confiado a una aplicación práctica y teórica de los aspectos positivos del pensamiento de la Edad Media. Esos puntos serían: activación y explotación de la capacidad del pensar, individual y, consecuentemente, también colectivamente; interés y empeño por la búsqueda de la verdad, una renovación por el prurito del porqué y un encauzamiento novedoso, y no por ello infundado o insustancial, sobre la conciliación fe y razón que no deja de tener su actualidad, vigencia y continua interpelando las mentes de muchos. Aplicar, el “cómo se ejecutarían”, va de la mano de la honda conciencia de la probidad y honradez en la búsqueda de la verdad.
Los pensadores del medioevo anteponían el rigor que emanaba de la exigencia al momento de pensar. No todo pensamiento, corriente o doctrina, fue atinado pero no por ello se puede negar el justo interés por la verdad. Esto era una constante. ¿Cómo hacerlo hoy? Las universidades, nietas, prolongaciones, frutos de aquellas iniciales de París, Bolonia, Oxford o Salamanca, deberían considerar en sus programas de estudios, ponderar en su metodología formativa, de trabajo y de investigación, la promoción humana, la correcta exaltación del hombre como ser capaz de pensar objetivamente; como sujeto capaz de hablar de la verdad con veracidad.
Otro aspecto, toquémoslo levemente, debe ser el de clavar en las conciencias que el estudio, que el “pensar” no se puede entender como una evasión para hacerlo uno mismo; es decir, no se pueden confundir con aquella máxima totalitaria del “magíster dixit” sino que debe ser un encaminarse unido allí donde la propia investigación no está vedada. No se trata de llegar y alcanzar otra verdad sobre una Verdad ya existente sino que se busca llegar a ésta gracias al propio esfuerzo, al propio caminar orientado por quienes nos preceden en conocimientos: llegar a la misma verdad, ayudados, pero no impedidos de la posibilidad de hacer el esfuerzo de alcanzarla con el propio trabajo.
Este fue uno de los puntos más valiosos de los filósofos medievales en su relación con los “maestros”. El estudiante no era un mero receptor al que se le privaba de la posibilidad de pensar por sí mismo, al que se le daba un pensamiento hecho, no. El estudiante era un caudal encauzado a la elaboración, con base en lineamientos, del propio juicio gracias a un rigor mental que presuponía formación. No importaba el título de filósofo, teólogo, jurisprudente o médico, no era el título por el título sino el saber para vivir mejor (pero no en el sentido hedonista de hoy); vivir mejor que significaba comprender la vida, saber vivir, saber qué es la vida, su valor, su relación íntima con la fe: de aquí nació, casi naturalmente, una sana antropología, moral y ética.
Hoy en día es tan fácil asimilar el pensamiento hecho: gran número de medios de comunicación influyen de manera decisiva en las elecciones no ya sólo de individuos sino de masas. Imponen no únicamente una ideología que acepte lo que proponen sino que incluso llegan a evadir al hombre sobre planteamientos fundamentales sin mayores argumentaciones que las que dan las imágenes sensibles sobre bien variadas temáticas. Por medio de programas televisivos se establecen campañas de aceptación de nuevas modalidades de convivencia humana equiparadas a matrimonios heterosexuales, utilización de células estaminales, clonación, eutanasia, aborto o divorcio. Privan de la posibilidad de reflexión que es lo mismo que despojar de la posibilidad seria de encontrar la verdad. Así, creyéndose sabios y doctos, amparados en la libertad de pensamiento han venido a pensar libremente mal. Bien lo decía Tiresia a Edipo: “Cuán terrible es la ciencia cuando no reporta provecho al sabio”.
Ese lugar, la verdad, y misión, el bien, que el hombre tenía en la existencia ha venido a vaciarse de contenido o a interpretarse incorrectamente: “La cultura contemporánea ha perdido en gran parte este vínculo esencial entre Verdad-Bien-Libertad. La pregunta de Pilato: “¿Qué es la verdad?”, emerge también hoy desde la triple perplejidad de un hombre que a menudo ya no sabe quién es, de dónde viene ni a dónde va. Y asistimos no poca veces al pavorosos precipitarse de la persona humana en situaciones de autodestrucción progresiva. De prestar oído a ciertas voces, parece que no se debiera ya reconocer el carácter absoluto indestructible de ningún valor moral. Está ante los ojos de todo el desprecio de la vida humana ya concebida y aún no nacida; la violación permanente de derechos fundamentales de la persona; la inicua destrucción de bienes necesarios para una vida meramente humana. Y lo que es aún más grave: el hombre ya no está convencido de que sólo en la verdad puede encontrar la salvación.
La fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía sólo a la libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir autónomamente lo que es bueno y lo que es malo. Este relativismo se traduce, en el campo teológico, en desconfianza de la sabiduría de Dios, que guía al hombre con la ley moral” (No. 84 VS)
¿Podemos no concederle una justa validez a la medievalización, a este proceso que invita a consumarse? Sería grave miopía el no reconocer que hay núcleos donde este reto debe encontrar un dinamismo actuable.
Actualidad de la medievalización
Se nos presenta ahora la validez y sentido de un nuevo planteamiento: la actualidad de las exigencias de la medievalización. A la par nacen otras consideraciones: ¿es actual por una mera carencia?, o, digámoslo con otra fórmula, ¿vale sólo porque hay ausencia de? Asentimos a la doble interpretación: es actual porque hace falta y, distinguimos, no sólo hoy; es una exigencia válida incluso para el futuro como posibilidad de apoyo en un punto firme, en una buena base, para ir adelante. No podemos detenernos en el sentido peyorativo que vilipendia y denigra al periodo medieval calificándolo de oscuro. ¿Cómo se puede calificar de oscuro a la luz que sentó las bases de la racionalidad de la fe? ¿Cómo se puede calificar de estancamiento al periodo donde nacieron las universidades y el hombre aprendió a crecer intelectualmente? ¿Cómo calificar de retroceso al periodo que heredó tal riqueza en materia de fe y de razón?
Estos son puntos de actualidad medieval: la sana y correcta conciliación entre fe y razón que actualmente, en ciertos sectores laicistas se rechaza y enjuicia sin más ni más como imposible; es punto de la actualidad del medioevo someter a juicios los métodos académicos de multiplicidad de universidades e instituciones escolares existentes hoy, de alumnos y profesores que anteponen la utilidad económica a la riqueza que ofrece el saber como provecho para la vida en el sentido ya mencionado y que se puede resumir en el saber por qué se vive y saber vivir.
Es actual la medievalización no entendida como regreso en materia de estructuras y subestructuras sociales y económicas, sino como oportunidad de explotar y traer a nuestros días lo mejor de aquellos de antaño. Si la historia es maestra de vida, hay que valernos de la historia para aprender hoy. Tan atinadamente escribió Jorge Manrique en las «Coplas a la muerte de su padre» aquel verso fecundo. «Cualquiera tiempo pasado fue mejor».
Es actual el medioevo porque enseña que la fe también es innovadora, capaz de hacer nacer estructuras útiles, utilísimas para el hombre (baste recordar la universidad); es actual porque es un reclamo a pensar y no a abandonarse a recibir el pensamiento ya hecho y, las más de la veces, equivocado; es actual porque, en definitiva, interpela a pasar del pensamiento débil a uno fuerte apoyado en el conocimiento, primero, de uno mismo y, consecuentemente, del entorno, de la comunidad, de la historia de las ideas que son las que hacen la historia.
Conservación de un patrimonio
El universo hacia el que discurren actualidad y medievalidad, la relación del binomio es a la conservación de un patrimonio que ofrece la valoración de un periodo de la historia del pensamiento. No es, fijémonos, cualquier pensamiento; es filosofía que se enlaza con la moderna y contemporánea. Sin filosofía medieval, sin medioevo eterno, cómo vislumbrar al pensamiento de hoy, qué hubiera sido del pensamiento actual. Si la historia fuese una escalera y nuestra actualidad histórica fuese el último peldaño, representación del saber y conocimientos presentes, cómo entender nuestra ubicación en él si no se considerarán los escalones anteriores; cómo arribaríamos a él si faltasen los peldaños del centro. No es válida la minusvaloración que pregona que el hecho de que haya sido una filosofía predominantemente cristiana le reste calidad, profundidad, objetividad, imparcialidad y validez. Es, será tan perenne como que sin ella el hoy no sería hoy y la resaca sería notabilísima. Es patrimonio el conservar las enseñanzas que nos dejó la Edad Media.
Es natural que salte a la mente la pregunta: ¿se está hablando entonces de que no se conserva? Evidentemente nadie hace alusión a preservaciones de museo o de presencia mental, no. Nos referimos al enriquecimiento que podría producir el traer más visiblemente los puntos enumerados y su aplicación específica en el campo respectivo. La respuesta sería que no se conserva como se debería. Este “como se debería” tampoco alude a la subsistencia en un programa, en un plan de estudios, si bien no deja de ser legítimo; lo óptimo sería atesorarla en la propia vida y regirse por ese saber pensar. Vale la pena conservar el medioevo eterno, no en sólo en las mamparas de un museo o como parte del acervo propio cultural, sino en la conciencia que nos ayude e ilumine a juzgar, encauzar, decidir: pensar correctamente.
Acordarse de que en algún tiempo el pensamiento fue la piedra angular donde la tolerancia cultural tenía un medio común; recordar que la fe se hizo más legible; acordarse de que el hombre fue más hombre, mejor hombre, cuando filosofar era común porque se sabía para qué era útil la vida; recordar todo esto y mucho más, es haber aprendido que la noche se puede iluminar sólo cuando hay tinieblas y que no tiene sentido encender una lámpara a plena luz del día.
Luz, verdad, pensamiento, medioevo eterno, medievalización de la actualidad y actualidad de la medievalización, aquí los rasgos.