La nueva encíclica del Papa sobre María es una obra maestra, porque en ella se pone a la Madre de Dios cerca de nosotros, en vez de elevarla a una altura inaccesible: María fue una creyente como nosotros durante toda su vida.
Creyó en la palabra de Dios comunicada por el ángel, aunque ciertamente el anuncio de éste parecía inverosímil. Creyó, aun sin comprenderlas, las palabras que su Hijo, con sólo doce años, le espetó en el templo de Jerusalén después de haberlo buscado con angustia. Creyó cuando, queriendo ver a Jesús, éste no la admitió a su presencia porque estaba fundando una nueva familia, la de la Iglesia de los creyentes. Creyó asimismo cuando el Crucificado, poco antes de morir, le confió otro hijo que la introducía en la Iglesia de los pecadores.
M/FE-DIFICIL:Vivir la fe parece hoy más difícil que antaño, cuando las personas se educaban en un contexto sociológicamente cristiano; pero para María creer fue tanto o más difícil que para nosotros. Por eso es, como explica el Papa, un modelo para la Iglesia de todos los tiempos: María vivió anticipadamente la dificultad de ser cristiano mejor que todos los que la han seguido. Por eso es siempre una ayuda: un ejemplo para la Iglesia entera y para todo cristiano. Y como la ayuda mutua representa una de las propiedades más naturales y a la vez más sublimes del género humano, María auxiliadora es el cumplimiento perfecto de esta virtud humana en beneficio de todos.
Indudablemente sólo ella generó físicamente al Salvador. ¿Pero no estamos todos nosotros llamados a dar vida a Cristo en este mundo descreído mediante nuestra fe, nuestro coraje, nuestro testimonio y nuestra fecundidad? Escritores santos y espirituales lo han repetido incesantemente. Si no se hubieran producido estos testimonios fecundos, hace ya mucho tiempo que el cristianismo habría desaparecido de la faz de la tierra. Si éste ha de seguir existiendo, es preciso que mujeres y hombres decididos se empeñen continuamente en la tarea de perpetuar la fe viva. En la experiencia cristiana nada viene por sí solo: hay que participar en el esfuerzo de la mujer (que grita por los dolores del parto en el capítulo 12 del Apocalipsis) para dar a luz al «niño» del cristianismo. En este esfuerzo toda la Iglesia, hombres y mujeres, es mariana. Pablo describe ampliamente (Ef 5) la imagen de la Iglesia universal como esposa de Cristo. Ella lo es como Madre de Cristo («el hombre nace mediante la mujer», 1 Cor 11, 12), pero también en cuanto esposa que debe amarlo con veneración.
Con esta afirmación nos situamos en el centro de las demandas más importantes de la cultura actual, en la que se lucha por equiparar la dignidad del hombre con la de la mujer, aunque, frecuentemente, de manera que la mujer, para defender su posición en una sociedad machista y técnica, tiende a realizar funciones específicas del varón. Pero éstas permanecerán superficiales e infructuosas, y a la larga se revelarán como francamente ruinosas, si el hombre no se concibe ya como fruto de la fecundidad materna y esponsal de la mujer, y no se reconoce deudor en su trato con ella. Ciertamente hay muchas cosas comprensibles en las reivindicaciones feministas, pero sería absurdo querer ocultar la diferencia de sexos en la búsqueda de una presunta neutralidad y asexualidad.
La Iglesia católica puede ser un modelo iluminador para la cultura en general. Si Cristo, el Hombre-Dios, es el fundador de la Iglesia, en esta su fundación dos personas tienen una importancia decisiva: María y Pedro. María, en cuanto absolutamente exenta de pecado, es la figura central de la Iglesia, en la medida en que esta última es inmaculada (Ef S, 27). Pedro, en cuanto cabeza del organismo eclesial en el mundo, ha recibido de Cristo, sobre la base de su fe (Mt 16, 18) y a pesar de su traición, los plenos poderes de gobierno. Por dignidad, María se encuentra por encima de Pedro: es la Iglesia «sin mancha»; Pedro es, en cuanto «representante» de Cristo, sólo el «siervo de los siervos» (servus servorum), un pecador entre hermanas y hermanos pecadores. Por eso es ciertamente sensato que los últimos papas, de modo especialísimo el actual, hablen de María en tono reverente y confiado.
M/FEMINISMO: Esto, como se ha dicho, podría ser en cierto modo un modelo para nuestra cultura, que olvida continuamente cuán deudora es de la mujer y de la feminidad que la distingue. No es en absoluto una desventaja el hecho de que no sea posible comprender en las estadísticas machistas esta fuerza femenina. Al contrario, es indudablemente un punto a favor y un signo de su superioridad. Naturalmente no pretendemos poner en el mismo plano este fundamento materno y virginal de toda la cultura humana y la unicidad de la dignidad y santidad de María. No obstante, sigue siendo válido un punto de comparación: toda nuestra cultura, demasiado machista y demasiado técnica, olvida fácilmente su primitivo fundamento femenino. Individualmente, los hombres están prestos a reconocer cuánto deben a la mujer, sea ésta madre o esposa. Pero nuestra civilización, dominada casi exclusivamente por varones, no está dispuesta a lo mismo, lo que indudablemente revela su unilateralidad y su desvarío.
El moderno feminismo suele rebelarse contra el relato de la creación del Génesis porque en él se dice que la mujer fue formada de la costilla del varón y dada a éste como «ayuda». Esto es comprensible, pero no deja de ser sobremanera superficial. En realidad en dicho relato se dice también esto otro: el hombre sin la mujer se siente abandonado. Puede ciertamente dar nombre a los animales, revestirlos con una etiqueta inventada por él; pero en todo esto, para sí, para su propia realización y felicidad, no encuentra a nadie. La mujer dada como «ayuda», le ayuda a conseguir una plena humanidad. ¿Para qué sirve el propio semen, si no posee el campo en el que poder germinar? ¿Para qué sirve la propia inteligencia «creadora», si no encuentra el suelo espiritualmente fecundo en el que poder desarrollarse sensatamente?
La impotencia del hombre sin la mujer se manifiesta claramente en el proceso de formación del niño: aquí la mujer realiza una obra incomparablemente mayor que la del hombre. Pero no se debería separar el aspecto fisiológico del espiritual e integralmente humano. Proporciones iguales pueden y deberían reinar en todos los contextos culturales. Una vez más la Iglesia debe aparecer como modelo: por insustituible que pueda ser el papel de Pedro para el ordenamiento de la Iglesia, tanto o más lo es el de María, porque sin ella no existirían ni Cristo, ni su cuerpo místico, la Iglesia; por eso Pablo VI le ha asignado, con razón, el título de «Madre de la Iglesia».
I
EN EL DESIERTO
1. La mujer y el dragón
AP/12:Para entender algo de María y su relación con nuestro tiempo, lo mejor es abrir el Apocalipsis por el capítulo 12: se sitúa éste en el punto central del último libro de la Biblia, que, en imágenes, ofrece una visión del drama de la historia.
La «gran señal en el cielo», la «mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y coronada por doce estrellas», y que grita con dolores de parto, es sin duda, y ante todo, Israel, el pueblo de Dios, que padece el «dolor por el Mesías»; lo que debe dar a luz es mucho más que un hombre corriente: ¿Cómo sucederá? Los dolores de parto no son sólo internos; a ellos se asocia el tremendo terror a la bestia, el dragón rojizo con sus siete bocas abiertas de par en par para «devorar al niño en cuanto nazca».
Pero en el culmen de la exaltación de Israel, en la encarnación de toda su esperanza, de toda su fe, tiene lugar el nacimiento del niño, que, como dice el Salmo, «ha de regir a los pueblos con cetro de hierro» (Sal 2,9), es decir, que ha recibido de Dios poder absoluto sobre la voracidad del dragón, de modo que, más allá de su muerte, al resucitar, pueda ser conducido ante el trono de Dios.
Este compendio de la fe de Israel era una persona concreta, llamada María, que dio a luz al Mesías en la carne, y que vivió y padeció juntamente con él todo su destino hasta la crucifixión y la ascensión al trono de Dios. ¿Qué sucede con ella? Se dice, en primer lugar, que «huyó al desierto», donde tiene un sitio preparado por Dios. Pero antes de que volvamos a saber de ella en el cielo se representa una batalla decisiva: tras la exaltación del Mesías en los cielos, Miguel y sus ángeles luchan contra «la serpiente y sus secuaces»; éstos no pueden resistir, y el dragón, el Diablo, Satán, que engaña al orbe entero, «es expulsado de la eternidad del cielo y arrojado a la tierra temporal. El cielo se llena de júbilo, mas ¡ay de la tierra!, pues el diablo ha bajado hacia vosotros con gran furor, sabiendo que sólo dispone de poco tiempo».
Entonces se enfrentan de nuevo el dragón y la Mujer; el dragón no tiene más intención que «perseguir» a la Mujer. Ahora vivimos en el tiempo posterior a Cristo, que en el Apocalipsis se mide siempre con la misma medida: «1260 días», o «42 meses», o, como aquí se dice, «un tiempo, más dos tiempos, más medio tiempo», es decir, un tiempo que a los hombres parece doblemente largo, y que sin embargo -como se dice en otro lugar- «se reduce en favor de los elegidos». Este es precisamente el tiempo en que vivimos, en el que también vive la Mujer, que era Israel, que fue María y que, finalmente, hoy se ha convertido en la Madre de todos los hermanos y hermanas de Jesús. María en el Apocalipsis se convierte en la Iglesia, pues se dice que el dragón, en su «furia contra la Mujer» ha comenzado a «hacer la guerra al resto de sus descendientes, que guardan los mandamientos de Jesús y mantienen el testimonio de Jesús».
La furia del Infierno contra la Iglesia es, por ello, tanto mayor cuanto que contra ella no puede alcanzar nada. «A la mujer se le dieron las dos alas del gran águila, para que volara al desierto», a un lugar donde, a salvo de la serpiente, es alimentada a lo largo de toda la historia. Esta seguridad es sólo precaria, pues «la serpiente arroja de su boca un río de agua, potente como una corriente, para arrastrarla». La tierra, en cambio, ayuda ahora a la Mujer, «abriendo sus fauces y engullendo el río que el dragón había arrojado de su boca». ¡Qué situación! La mujer emprende la huida, pero tiene éxito porque se le dan las alas del águila grande: las alas de Dios, igual que el águila a sus crías, para que pierdan el miedo. Y del nido los lleva por el aire. Así se había conducido Dios con Israel. Pero al pequeño, que es conducido a los espacios vacíos, esta extensión debe aparecérsele como el puro desierto. Y sin embargo es precisamente el desierto el «lugar seguro», adonde Dios lo conduce, y donde El en el tiempo de la historia cuida de su alimentación de modo maravilloso, igual que había alimentado a Israel en el desierto. Era entonces un desierto geográfico, que hoy podemos atravesar en breve tiempo con un avión; esto, en el desierto en que la Iglesia debe habitar, es imposible antes del fin de los tiempos. Había entonces un éxodo hacia una tierra prometida; hoy no hay tal para la Iglesia, pues camina hacia la tierra prometida más allá de la historia: nuevos cielos y nueva tierra.
La Iglesia es ahora una existencia entre el ataque del dragón y el cuidado del cielo, amenazada de muerte y, sin embargo, resguardada en un lugar preparado por Dios; pero una existencia para todos los hijos de la Iglesia en medio de una incesante «guerra» contra las potencias infernales. La Iglesia no es una entidad distinta de sus hijos: vive en ellos, así como sus hijos viven en y por ella. Por eso su destino es el de ellos: expuestos a la ira de la serpiente y protegidos y mantenidos por Dios en la lucha. «Vuestro adversario el Demonio anda como león rugiente buscando a quién devorar. Resistidle firmes en la fe. Sabéis que vuestros hermanos en todo el mundo sufren los mismos padecimientos» (/1P/05/08). «Vestíos la armadura de Dios, para que podáis resistir las estratagemas del diablo. Pues nuestro combate no es contra la carne y la sangre, sino contra los dominadores de este mundo de las tinieblas» (Ef 6,11 ss.).
Son potencias furiosas, no indiferentes. Después de Cristo se han desarrollado como una trinidad anti-Dios, como el Apocalipsis extensamente nos lo describe: el antiguo dragón se ha creado en la bestia que surge de las profundidades del mar, una imagen que domina la historia mundial, en la que «es adorado», y a la que «se le concede la potestad para hacer guerra con los santos y vencerlos». La Iglesia puede sufrir derrotas, puede ser diezmada y humillada hasta la última tribulación, de la que Cristo en los Evangelios ha hablado, hasta el asedio de la «ciudad amada», como dice el Apocalipsis: «Cuando comience a suceder esto, entonces, levantaos y alzad la cabeza, porque se acerca vuestra liberación» (Lc 21,28). No se trata, pues, en la historia de la Iglesia, de una guerra que se resolverá a su favor sobre la tierra; pues aún cuando sus hijos luchan, ella misma -y por lo tanto también su descendencia- permanece hasta el final de los tiempos en el desierto. Allí, sólo allí, conducida por las alas de Dios, está protegida. El desierto es su tierra prometida.
2. Vomitada y alimentada
María, la «Iglesia Madre», y al tiempo «Madre de la Iglesia» (y puede ser ambas cosas porque al pie de la cruz se convierte en el discípulo amado, en la imagen y célula primigenias de la comunidad fundada por el Crucificado, al tiempo que recibe al Apóstol, y en él a todos los cristianos como hijos) ha vivido ya anticipadamente, en el ocultamiento de su vida terrena, todas las dificultades y consuelos por los que sus hijos tendrán que pasar. Se deja percibir con rasgos mucho más disimulados en la vida de María lo que Pablo, con potente voz, referirá sobre su propio destino, paradigmático para todos: débil, despreciado, sin hogar, considerado como la escoria del mundo y, sin embargo, sin desesperar jamás, sin sentirse nunca abandonado ni aniquilado.
¿Qué pudo suponer para ella el que su embarazo, sobre cuya causa no dijo palabra, se hiciera público y notorio en la vecindad? Y no sólo a José, ciertamente, en cuya casa aún no vivía, sino también a otros que, a diferencia de su prometido, daban rienda suelta a su lengua. Y con respecto a ellos, ¿de qué servía que José, avisado en sueños, la tomara como esposa? La desconfianza que la envolvía a ella misma, y por tanto al niño, no por ello había terminado. Tampoco José podía ofrecer explicaciones tranquilizadoras. Se dejó que la cosa calmara, y se acabó conviniendo en que este niño debía ser, sin más, el hijo de José. En cualquier caso, cuando llegaron los «días de la purificación» para la madre, debió pensar seguramente que necesitaba este rito «que prescribía la ley de Moisés» (Lc 2,22). No sabemos si María, también después -quizá hasta que se cambió a vivir con Juan-, acaso hubo de experimentar un cierto recelo por parte de la gente.
Pero lo que está claro es que, tras el comienzo de la actividad pública de Jesús, tuvo que convivir estrechamente con sus parientes, que, según nos relata Jesús, no creían en El, sino que lo incitaban a realizar milagros en público, quizá para hacer algún dinero a su costa (/Jn/07/03 ss.). Pero cuando para ellos se pasó de la raya y todos acudían a El, «los suyos fueron a apoderarse de El, pues decían: está loco» (/Mc/03/20 ss.). María está en medio de esta gente; llega junto con ellos para verlo. Alguien le dice a Jesús que su madre y sus parientes están afuera y lo han mandado llamar; pero El los deja en la puerta y que se marchen sin lograr su propósito (Mc 3,30 ss.). Hay que tratar de imaginarse lo que pudo pasar en el interior de la madre: ¿es que ya no cuento nada para El?, ¿me deja plantada? Tiene que escuchar cientos de rumores en parte deformados; seguramente cartas suyas no recibe ninguna; vive en un desierto de preocupación y angustia. No sabemos cómo el Espíritu Santo, que una vez la cubrió con su sombra, la ha sostenido en esta soledad. Quizá sobre todo con lo más terrible: la noche de los sentidos y del espíritu hasta la pura fe desnuda, que la dispone para asistir a la tragedia de la crucifixión de su hijo, y no sólo perderlo allí, sino ser entregada a otro como madre en su solemne testamento.
Seguramente había conocido los gozos de una madre con su niño, indefenso al principio, y que después va creciendo; miles de cuadros de la Virgen los representan hasta la saciedad. Pero, ¿quién ha pintado a la mujer que pasa los días solitarios, interminables, en medio de la angustia y el temor, que seguramente no comprende lo que esté pasando ante ella? Ha oído hablar de la espada que le atravesará el corazón. Pero no pudo prever de qué tipo sería su sufrimiento. Cuando acontece la primera catástrofe, y el niño de doce años deja a sus padres sin previo aviso y con suave reproche les aclara que su sitio está en el templo, ellos no lo entienden. No podemos imaginárnoslo dándoles una lección suplementaria de vuelta a Nazaret, para socorrer su perplejidad. Simplemente, «les estaba sujeto».
En el Evangelio de la infancia se afirma explícitamente dos veces que María guardaba en su corazón todo lo que se había dicho del niño y lo que él mismo decía, y lo meditaba. Pero la segunda ocasión aparece a continuación del verso: «no entendían lo que quería decir» (/Lc 02, 59). Medita, por tanto, qué puede significar esta falta de comprensión. No lo haría si no supiese que el ser y el destino de este muchacho eran algo único que a su debido tiempo se revelaría, en el futuro. Pero del mismo modo que Jesús no anticipa en el Espíritu su futura misión, sino que se deja enseñar día a día por su Padre, así tampoco María tendrá nada de lo venidero anticipadamente. A su fe, la plenitud de la fe de Abraham, corresponde aceptar siempre y sólo las disposiciones de Dios. Esto encaja perfectamente con las bienaventuranzas de la pobreza de espíritu y limpieza de corazón: el espíritu y el corazón se vacían hoy para abrir espacio en ellos y contemplar mañana a Dios y su Reino. Sería extraño que María en el cielo hubiera desmentido su experiencia de fe de la tierra y hubiera pasado a revelar a los cristianos el pronóstico sobre el futuro (la conversión de Rusia, etc.). La estancia señalada por Dios para la mujer es el desierto, adonde El la conduce en sus alas de águila. La Iglesia debe tener presente a lo largo de toda su historia en el mundo, que recibe de Dios alimento para no perecer en el desierto, que está lo suficientemente alejada del peligro que representa la serpiente, como para no ser arrastrada por el río de agua que ésta vomita. Con esto le basta.
3. Los hijos de la mujer en pie de guerra
Los hijos de la mujer se distinguen porque «guardan los mandamientos de Dios y dan testimonio de Jesús». Tanto en Pablo como en Juan los mandamientos de Dios se resumen en el mandamiento del amor: dar el testimonio en actitud de paciente e inamovible constancia a pesar de todos los ataques y seducciones. Aquí hace falta «la paciente constancia de los santos que guardan los mandamientos de Dios y la fe en Jesús» (/Ap/14/12).
En ningún lugar del Evangelio pelean los cristianos con otras armas. La misma «Armadura de Dios», que Pablo se detiene en describir (/Ef/06/13-18), muestra aún más claramente con qué se arman los cristianos: justicia, verdad, disponibilidad para anunciar la Buena Nueva, fe, esperanza, la espada espiritual de la Palabra de Dios, la oración constante (armas puramente «divinas», en absoluto terrenas). El Apocalipsis, por su parte, muestra, como ya de hecho lo hacen los Evangelios y las Cartas de Pablo, que son las únicas armas eficaces. «Las armas con las que luchamos no son carnales, sino poderosas en el servicio de Dios para derribar las fortalezas que se levantan contra el conocimiento de Dios» (/2Co/10/04 ss.). Se destruyen «razonamientos», y no países y culturas diferentes, conquistados y cristianizados a la fuerza. Lo cual no quiere decir que los cristianos deban permanecer en sus casas. Han recibido del Señor el mandato de evangelizar a todos los países del mundo. Pero sin otras armas que las que el Señor empleó y entregó. «No llevéis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan ni dinero, ni siquiera dos túnicas» (Lc 9,3). Cuando el Logos, a lo largo de la historia, cabalga a la batalla con su «manto empapado de sangre» (Apoc 19,11-16), seguido de sus «llamados elegidos y fieles» (ib. 17,14), lo hace así, sin otras armas que las dichas. El arma más aguda es la espada de doble filo que sale de la boca de la Palabra de Dios (Apoc 1,16; 19,11), y que no es sino El mismo: pues ha venido al mundo «a traer la espada» (Mt 10,34), que penetra hasta lo más íntimo, separando (Hebr 4,12 ss.): sí o no.
Pero repárese en que los hijos de la Mujer luchan. La Mujer, sin embargo, aunque perseguida, no lucha. Las potencias del mal pueden violentar a los hijos (Apoc 11,7; 13,7); a la Mujer, a la Iglesia Virgen y Madre que da a luz no. Está resguardada para toda la historia en el «lugar preparado para ella por Dios», donde no necesita luchar por su sustento, porque Dios la «alimenta». El poder de la serpiente no puede tocar esta Iglesia-Mujer, esta Iglesia mariana; «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella». La Roca de Pedro también está a salvo, por eso: «guarda tu espada en la vaina». Pablo y Juan Pablo II recorren el mundo sin la espada. Basta con el testimonio que dan; es su arma más poderosa, y el sucesor de Pedro siempre podrá cobrar nuevas fuerzas para este testimonio en una Iglesia mariana.
II
PARIR CON DOLOR
1. Adviento ADV/M M/ADV
El largo adviento de 9 meses de María, no transcurrió sin dolor. Pues aunque preservada del pecado original, a fin de poder dar el sí perfecto y necesario para la encarnación del Verbo, esto no quiere decir que por ello se ahorrara los dolores que ha arrastrado la mujer desde el principio: «Multiplicaré sobremanera los dolores de tu embarazo; parirás tus hijos con dolor» (Gen 3,16). Lo que María tiene que padecer, es la expiación por Eva y su descendencia. Se solidariza con la primera madre, precisamente porque está libre de pecado. Más aún, se solidariza con su pueblo Israel, que desde hace tiempo está esperando al Mesías.
Ella pertenece al cumplimiento de la alianza con el pueblo, que representa a toda la humanidad. Y precisamente porque Ella pertenece ya a la «Nueva Alianza» (Jer 31,31 ) prometida, está unlda desde lo más íntimo de su ser a la primera alianza de Dios que Pablo denomina tan sólo en una ocasión «Antiguo Testamento» (2 Cor 3,14). No es necesario destacar ante todo el sufrimiento de su embarazo, más patente cada día. Para la «esclava del señor» esto constituía la preocupación menor. Ella, débil muchachilla, ¿estaría a la altura de la increíble promesa de traer al mundo al hijo del Altísimo, como lo llamó el Ángel? Esta era de algún modo la preocupación de los más fieles de Israel. ¿Cómo iba a poder salir de un pueblo cada vez más pecador y dividido algo tan puro e indivisible como el Mesías de los últimos tiempos? Pues aun cuando la fantasía se representase al Mesías como ya existiendo desde antes oculto en el cielo, Israel tendría que estar implicado en su venida a la tierra.
Lo que María sufre en su adviento son, sobre todo, sufrimientos espirituales. En todo embarazo vivido con auténtica humanidad, existe una cierta intercesión, un cierto padecer con el niño, que se le da en el nacimiento como una gracia invisible para el camino de la vida. Una esperanza desinteresada, encomendarse a Dios, o, cuando no se le conoce, a los poderes espirituales que guían el destino de los hombres. ¡Con cuánto cuidado tuvo que rezar María y preocuparse por el niño que crecía en ella desde el primer momento! ¿Acaso tuvo un presentimiento de que el Mesías habría de padecer? No lo sabemos. Pero debía esperarle algún poderoso destino. Simeón se lo confirmará en el Templo: "Mira, éste está puesto para caída y exaltación de muchos en Israel, y como signo de contradicción". Para la mujer el embarazo no transcurre sin miedo; para María, no sin el presentimiento de la cruz. Tiene ya de antemano una participación aún no definible en ella.
No sabemos en qué medida a estos sufrimientos espirituales iban unidos dolores corporales; pero sí es perfectamente posible que duraran hasta poco antes del parto, que finalmente se consuma como un milagro, como la repentina irrupción de lo definitivo. En el nacimiento, todos los dolores se hacen patentes ante la pura luz: Noche Sagrada. No sabemos cómo se abrió su seno y volvió a cerrarse, y sería superficial especular sobre un acontecimiento que para Dios era cosa de niños, algo mucho menos importante que cuando al principio el Espíritu Santo la cubrió con su sombra. Quien acepta esta primera maravilla -y como creyente debe hacerlo, pues de lo contrario Jesús habría tenido dos padres- no puede resistirse a admitir la segunda, el parto virginal. Para los judíos es realmente sorprendente que pudieran traducir decididamente en griego la antigua profecía hebrea «Mira, una doncella dará a luz» (lo cual puede significar «virgen»: Is 7,14) por «virgen». No podía ser de otro modo, desde el Hijo virginal en adelante, la fecundidad virginal se había de convertir en la Iglesia en la especial «vocación» (1 Cor 7) para hombres y mujeres.
2. «Hijos míos, por los que sufro de nuevo dolores de parto»
VIRGINIDAD/DOLORES
Si en la Iglesia la virginidad en el seguimiento, no sólo de Jesús, sino también de María, se convierte en un carisma, queda por lo mismo unida con dolores de parto. Y debe tratarse de una vocación especial, y no de una forma de soltería, cuando esta forma de vida conlleva una nueva y mayor fecundidad; de una ofrenda libre y consciente de la propia fecundidad corporal, que sólo es capaz de engendrar muerte, a fin de tomar parte en la nueva fecundidad de la Cruz y Resurrección, que puede engendrar y dar testimonio de lo eterno. En esto se distingue la virginidad cristiana radicalmente de una ascética contraria a la existencia propia de otras religiones. Más bien es exactamente lo contrario. No sólo en virtud de su fecundidad, sino también por el hecho de que es regalo expreso de Dios, que uno no toma por sí mismo, sino que lo recibe como gracia. Pablo desearía que todos viviesen como él; mas como quiera que no es asunto de propia decisión, sino de una elección (klësis), cada uno debe seguir la vida que Dios le ofrece (1 Cor 7,24).
Pablo, que aún no sabe cuán mariana es su virginidad, vive esto conscientemente como una gestación unida a los dolores de parto por sus «hijos». Lleva en su seno a los gálatas amenazados de apostasía, y «padece dolores de parto hasta que Cristo se forme en vosotros» (Gal 4,19). El sufre seguramente mucho menos por las comunidades aún no nacidas que por aquellas que, aunque fundadas, todavía no han tomado cuerpo en el seno de la comunidad apostólica. «¿Quién enferma que yo no enferme?» (2 Cor 11,29). Dios mismo le envía este dolor, y es tan insoportable, que «por tres veces pide al Señor se lo quite».
Pero no: «Te basta mi gracia, pues la fuerza culmina en la debilidad» (ib. 12,8 ss.). Una vez Pablo ha comprendido esto, se gloría «en mi debilidad, para que la fuerza de Cristo habite en mí. Por eso me complazco en las debilidades, injurias, necesidades, persecuciones y angustias», pues todo esto deja en mí sitio para que Cristo actúe (ib. 9-19). Poco le preocupa si la comunidad lo toma por un inepto, pues le proporciona la ocasión de asumir su rechazo, y desde su debilidad parirlos de nuevo como fuerza. «La muerte actúa en nosotros, en vosotros la vida» (ib 4,12). Pero lo que actúa en él no es la muerte inerte, ni tampoco meramente ascética, sino simplemente la muerte salvadora y fecunda de Jesucristo, la cual le da la fuerza para engendrar en sí a todos los que creen y le aman para todos los tiempos. «Pues aunque fue crucificado en debilidad, vive por la fuerza de Dios» (ib. 13,4).
Pablo sólo ofrece la más detallada descripción de esta fecundidad que procede de la vida continente de Jesús -y por él de la de su madre, José, el Bautista, el discípulo amado y tantos otros seguidores de Cristo-. Piénsese simplemente en la capacidad de engendrar espiritualmente que se concedió a los fundadores de grandes órdenes, a un Benito, un Francisco o un Ignacio: una fuerza que no se agota por espacio de siglos, y de milenios. Esta es la razón decisiva por la cual la Iglesia católica, y a su manera también la Iglesia ortodoxa, se aferran tan tenazmente al celibato sacerdotal.
Vivido conscientemente y con su correspondiente disposición de padecer asimismo por el rebaño confiado «dolores de parto, hasta que Cristo se forme en ellos», y si se entiende el origen mariano de esta gracia, entonces generalmente se puede reconocer por sus frutos de forma directa y palpable.
3. Dar a luz el cielo
María, como virgen, ha engendrado juntamente con su Hijo el final de los tiempos, pues es la encarnación de Israel, que ha aguardado los dolores mesiánicos como signo de la llegada del mundo futuro. El Hijo, por su parte, que viene del Padre y al Padre vuelve (Jn 16,28), nos ha abierto el camino del cielo: «Yo soy el camino. Voy para prepararos un sitio» (ib. 14,2). El cielo que nos prepara, no es un lugar fijo, debe decirse más bien que con su partida, son su «ascensión a los cielos», comienza propiamente para nosotros. Estar en el cielo quiere decir «estar junto al Señor» (2 Cor 5,8). «He pedido morir y estar con Cristo, que sería con mucho lo mejor» (Fil 1,23). En tanto que estamos con Cristo participamos también de su ser en el seno del Padre y el Padre es aún menos un «lugar». Este tener parte es exactamente lo que nos espera como cielo. El Hijo glorificado no está solo en el cielo, ciertamente, sino que la multitud congregada en torno a El tiene acceso a esta eternidad sólo mediante El, primicia de los resucitados, «pues debe ser el primero en todo, según la voluntad de Dios, que quiso que habitara en El toda la plenitud» (Col 1,18). Esta plenitud es también la plenitud de los cielos, la «Jerusalén celestial» que no es sólo eternamente su desposada, sino en cuanto tal también la suma de sus miembros, su cuerpo adulto.
Los cristianos dicen con razón que esperan «ir al cielo». Pero saben también, por otra parte, que existe algo así como un «ganarse» el cielo, o, dicho de otro modo, «atesorarse un tesoro en el cielo» (Mt 6,2O); prepararse, por tanto, mediante una vida auténticamente cristiana, el lugar prometido en el cielo, darse a luz realmente el propio cielo, tras una gestación en la tierra. Naturalmente no por las propias fuerzas, sino con la fuerza de la fe en Cristo y de la configuración con El. Pensando bien esto -y la idea no es atrevida- el anuncio de la Asunción de María a los cielos no ha de parecer tan extraño.
Nuestra existencia ha comenzado en la tierra; ante todo hemos nacido en la comunidad de los pecadores, y sólo mediante el bautismo, otro medio milagroso, hemos sido incluidos en la comunidad de los bendecidos por Dios en Cristo. María, en cambio, se halla en el plan salvífico de Dios en una posición que no admite comparación con aquélla: se halla en medio de ese plan salvífico como pieza insustituible para la realización del plan: su impecabilidad es la condición para que la Palabra de Dios se haga carne. No se trataba ante todo de una cuestión corporal, sino que era preciso un consentimiento perfecto, como un seno materno espiritual para que Dios pudiera introducirse en la comunidad de los hombres. Todo el ser de María, alma y cuerpo sin distinción, fue el receptáculo para acogerle. Desde esta perspectiva, de que María en su totalidad tiene su origen en el plan de Dios, entiende también ia Iglesia que María sólo pudiera ser asunta en la misma y ahora plenamente realizada totalidad; allí donde tuvo su sitio desde el principio. Ciertamente puede decirse que ella, mediante su «servicio» en la tierra, ha padecido en la tierra su cielo toda su vida, hasta la Pietà. Pero fue desde el primer instante tan libre, tan decidida, que no pudo haber en su embarazo terreno ningún accidente, ningún aborto.
Nosotros, pobres pecadores, la invocamos en la hora de nuestra muerte. Es la «Puerta del Cielo», «portera mucho más que Pedro, que nos posibilita el acceso a su Hijo: per Mariam ad Jesum». Es la ayuda de la que necesitamos para que resulte nuestro nacimiento en los cielos.
El Antiguo Testamento no sabía nada del cielo; el lamento de los Salmos de que con la muerte cesa toda alabanza divina, es terriblemente exacto. Tampoco los creyentes anteriores a Cristo, que peregrinaban hacia los «bienes prometidos», que "vieron de lejos la patria", «alcanzaron los bienes prometidos» (Heb 11,4O). Primero debía resucitar «el primogénito de entre los muertos» (Col 1,18): «Cristo como primicia, y después todos los que son de Cristo» (1 Cor 1S,23), de modo que al vidente del Apocalipsis pudo decírsele: «Bienaventurados los que mueren en el Señor desde ahora» (Apoc 14,13). Desde ahora se puede engendrar el cielo desde los dolores de la tierra. Y cuanto más la historia se ensaña con la Cruz en la persecución de Cristo, tanto más fecundo resulta este nacimiento. ¿No es extraño que la «nueva Jerusalén que baja del cielo» (Apoc 21,2), con lo que se pretende señalar la Jerusalén terrena, como símbolo de la ciudad y del Reino de Dios en la tierra, sea elevada al cielo y glorificada en último lugar? Pero «desde ahora» ya no existe ninguna Jerusalén terrena, desde que el Cristo terreno se ha convertido en celeste, pero siempre corporal. Pablo aclara esto detalladamente: lo que en la tierra se llama Jerusalén «vive con sus hijos en esclavitud; mientras que la Jerusalén de arriba, nuestra madre, está libre. Está escrito: alégrate, estéril, tú que no has parido; gózate y regocíjate tú, que no conociste los dolores del parto, pues la abandonada tiene más hijos que la casada» (Is 54,1; Gal 4,26). La «estéril» es la Virgen, que tiene muchos hijos. Por eso nosotros la llamamos ahora María, o Iglesia celestial, o «nuestra madre de arriba»: por ella y en ella los pobres pecadores podemos ser fecundos.
III
MARÍA, MEMORIA DE LA IGLESIA
1. La meditación de María
La advocación de María como memoria de la Iglesia, procede de la homilía que el Santo Padre pronunció en San Pedro el 1 de enero de 1987, en la que anunció su nueva encíclica sobre la Madre de Dios. Reflexionemos un poco sobre este título. Quizá nos parezca nuevo y desacostumbrado, junto a los muchos dedicados a María, pero nos permite atender a un importantísimo aspecto de su relación con la Iglesia. Por dos veces subraya Lucas que María «guardaba y meditaba en su corazón» las palabras que se decían sobre su Hijo: las palabras de los pastores (Lc 2,19) y las palabras del propio Jesús, que sus padres «no entendían». Precisamente por esto, porque eran tan misteriosas, tuvo María ocasión de meditarlas continuamente. Ya en la escena de la Anunciación, cuando el Ángel le dijo que Dios le había concedido una gracia especialísima, ella, a pesar de su estremecimiento (igual que todos los que en la Biblia se enfrentan con la palabra de Dios), "pensaba qué significaba aquel saludo" (Lc/01/29). Siempre se ha visto envuelta en misterios cuyo sentido la supera. Pero no acepta resignadamente estas palabras, sino que les hace sitio en su corazón para considerarlas allí activamente. (El término griego correspondiente, symballein, significa concretamente poner juntamente, mover aquí y allá: mirar desde todos los lados).
Con esto no queda dicho en absoluto que María entendiese todo perfectamente desde el primer momento, sino que más bien realiza un esfuerzo constante por comprenderlo en la medida de sus posibilidades, aunque la supera con mucho. De ello tiene una experiencia originaria: se le ha dicho que concebirá un hijo, no de varón, sino del Espíritu Santo. Y he aquí que la Virgen está encinta. Este hijo será llamado «Hijo del Altísimo» (Lc 1,32). Pero, ¿cómo podía concebir una mujer judía que Yahveh tuviera un hijo? Y sin embargo, el hecho de su embarazo está ahí. La encarnación es un hecho sobre el que ella, sin entenderlo, medita continuamente. ¿Cómo, pues, se lleva a cabo lo inconcebible? "La fuerza del Altísimo, el Espíritu Santo te cubrirá con su sombra". El Ángel no sólo le ha anunciado la Encarnación, sino también todo el misterio trinitario en esencia. «El Señor está contigo»: es Yahveh, el Dios Padre a quien Ella conoce. A raíz de su cavilación, se le contesta: «Concebirás un Hijo», que será al tiempo Hijo de David. Y a su pregunta sobre cómo habría de actuar, pues no puede proceder de varón: «El Espíritu Santo». La Trinidad está, pues, incluida en el acontecimiento al que asiste. A partir de un hecho de tal profundidad, en el que ella ve cumplidas las promesas de Dios (el Hijo de David es el Mesías), intuye algo de su pasión, sin dejar de pensar en ello. Y ello, tanto más intensamente a medida que el niño crece, la abandona, funda una nueva familia (Mt 12,46), y finalmente es detenido, juzgado y crucificado. Ahora de nuevo es necesaria su colaboración: tiene que tomar parte en la experiencia de este hecho, y comprenderá por fin (en la noche de la fe) las palabras de Simeón: «Una espada te atravesará el corazón» (Lc 2,3S). No olvidemos que posee desde el principio la plenitud de la gracia del Espíritu Santo y que, por tanto, este meditar sobre sus vivencias no puede ser un andar a ciegas, sino un silencioso crecimiento en la comprensión, la comprensión de la humilde y sencilla «Esclava del Señor».
En las bodas de Caná lo entendió todo. Que podía pedir por los pobres que no tienen nada que ofrecer, porque su Hijo puede prestar auxilio cuando quiera; que no podía desanimarse por su rechazo (es decir, como si hubiese entendido ya la parábola del amigo inoportuno (Lc 11,S ss.) y la del juez impío (Lc 18,1 ss.), y que, por fin, debía abandonarlo todo a su Hijo, para que lo pedido se alcance según la voluntad de Dios: «Haced lo que El os diga» (Jn 2,5). Simplemente a raíz de su sí incondicional, ya ha captado gran parte del dogma y la vida cristiana. Y nos atreveríamos a decir que, al pie de la cruz, ha comprendido que hay que decir sí a lo más inconcebible. Todo esto permanece vivo en su recuerdo. Nadie ha tenido semejante recuerdo ininterrumpido, desde el primer instante de la encarnación hasta la Cruz, hasta la Pietà, sepultura y resurrección. Aquí es necesario citar a Ignacio de Loyola: Jesús antes de nada se «apareció a la Virgen María, lo cual, aunque no se diga en la Escriptura, se tiene por dicho, es decir, que aparesció a tantos otros; porque la Escriptura supone que tenemos entendimiento, como está escripto: ¿También vosotros estáys sin entendimiento?» (Ej. Esp. 220.299).
Y cuando María es ahora entregada a Juan, y con él a los apóstoles y a la Iglesia como Madre, la vemos invocar el Espíritu Santo junto a la Iglesia (Hch 1,14). ¿Significa también Pentecostés algo para Ella?
2. María y Pentecostés
Llegados a este punto, debemos confiarnos a la sabiduría de Romano ·Guardini-R: «Tuvo que ser algo maravilloso cuando a ella, "que todo lo guardaba en su corazón", la luz del Espíritu Santo le aclaró todo: la conexión de la existencia de Jesús se iluminó. A través de los años de vida pública de Jesús, tuvo que mantener la confianza, en una fe heroica. Y ahora recibe la respuesta, luminosa y liberadora. Fácilmente se piensa que ella debió de comprender al Señor desde el principio mejor que nadie, sin dudas humanas -en cuanto de humano podemos hablar-. Históricamente, nadie como ella estuvo en situación de proporcionar detalles sobre El. Pero, por otro lado, el evangelio no repite en vano que "no entendía las palabras que le decía". Probablemente no hubiera podido soportar una comprensión cabal. El camino de la experiencia auténtica de una vida de fe y amor es mejor que la anticipación de cosas que en los planes de Dios no tienen su sitio sino después.
Saber que el niño, el muchacho, el hombre que vivió junto a ella era Hijo de Dios en el sentido en que le fue revelado en Pentecostés, la hubiese colocado en un estado insoportable. Aquella seguridad, sin la que la vida de una madre no es posible, habría desaparecido. Pero ahora puede descubrir los misterios de Dios, en cuanto ello es posible aquí sobre la tierra. Ya no necesita protección alguna contra lo trascendental. Ahora puede pensar al tiempo en El como en "el hijo del eterno Padre" y "su Hijo", sin desvanecerse por ello o simplemente equivocarse. En esta unidad reconoce el inefable contenido de su vocación.»
Esta descripción de Guardini de la acción del Espíritu Santo sobre María en Pentecostés, al convertirse en punto central de la Iglesia iluminada por El mismo -como lo muestran innumerables representaciones medievales de Pentecostés-, no menoscaba su perfección, antes bien, la hace aparecer auténticamente humana. Lo excepcional en ella es que el Espíritu fundamentalmente no hace sino desarrollar el contenido de su propia experiencia tal como lo conserva su recuerdo. Un recuerdo que contiene todos los dogmas centrales de la revelación en completa unidad y armonía.
No sabemos si María comulgó en alguna celebración de la Eucaristía; pero ella sabe mejor que nadie, santo o pecador, lo que significa recibir en sí totalmente al Hijo; después de cada comunión, aparece, por decirlo así, como la "Ecclesia Immaculata" que lleva a perfección nuestras realizaciones imperfectas. Seguramente no recibió el sacramento de la penitencia, pero nadie ha abierto su alma ante Dios como ella, y esto, no sólo ocasionalmente, sino en cada instante de su vida. En este sentido, ella es para la Iglesia «trono de la sabiduría», no porque conozca las verdades eternas mejor que el más erudito teólogo, sino porque ella es quien mejor «ha oído y puesto en práctica la palabra de Dios» (Lc 11,18), y ha sido iluminada por el Espíritu Santo en esta aceptación de la palabra de Dios. Ella, según la conocida frase de San Agustín, concibió al Hijo del Padre «primero en su espíritu, y después en la carne». Por ello, también lo engendró «primero en el espíritu y luego en la carne», y lo dio a la Iglesia y al mundo. Y esto no sólo en un momento histórico concreto, sino en cada momento de la historia del mundo y de la Iglesia. En ella reconocemos cómo esa fe perfecta, que co-posibilitó la encarnación del Hijo, le proporciona una experiencia y una sabiduría perfectas. Seguramente en su ascensión corporal y espiritual a los cielos ha conocido en toda su profundidad y amplitud su puesto en el plan salvífico, y ha conservado este conocimiento que le fue entregado para repartirlo a los creyentes.
3. Doctora de la Iglesia
Lo que María desea a través de los tiempos en la Iglesia, no es que la veneremos como persona singular, sino que reconozcamos la profundidad del amor de Dios en la obra de la encarnación y la salvación.
Viviendo en casa del discípulo amado, sería extraño que el evangelio del amor del Dios uno y trino revelado en Cristo, no hubiera sido co-inspirado por su presencia y su palabra. Ciertamente es muy significativo que la primera aparición de la que tenemos noticia por fuentes garantizadas, sea la visión que Gregorio de Nisa cuenta que el joven discípulo de Orígenes, Gregorio Taumaturgo, tuvo en la preparación para su consagración episcopal. «En cierta ocasión, meditando de noche las palabras de la fe, apareciósele una figura, un anciano con aspecto y vestiduras sacerdotales, el cual le dijo que se le aparecía por orden de Dios para resolver su inseguridad. Entonces apuntó con su mano hacia un lado y señaló otra figura de dignidad sobrehumana, y resplandor apenas resistible. Esta le dijo al evangelista Juan que le explicara los misterios de la fe, a lo cual San Juan respondió que con mucho gusto cumpliría el deseo de la Madre del Señor, y aclaró el misterio de la Trinidad a Gregorio con palabras sencillas». Gregorio lo escribió inmediatamente, y lo contó ante el pueblo en su predicación más tarde (PG X, 984-988; XLVI, 912- 913). Es la suya una de las más hermosas y claras fórmulas de fe que poseemos.
El deseo de María queda claro también en las palabras que San Efrén pone en sus labios dirigiéndose a su Hijo: «Cuando veo tu figura exterior, que con ojos carnales contemplarse puede, abraza mi espíritu tu figura oculta. Con los ojos contemplo la figura de Adán; en tu figura oculta contemplo al Padre que vive en ti. A mí sola has mostrado tu gloria en las dos figuras. Contémplete también la Iglesia, como tu madre en figura visible y al tiempo misteriosa».
Sólo en el cielo podremos medir cuánto debe la Iglesia a María en la inteligencia de la fe y los «sencillos» más aún que los «sabios y entendidos». Es por eso por lo que apenas podría escribirse una historia de lo que María ha enseñado a lo largo de los siglos. Tan sólo podemos arriesgar una palabra sobre el sentido de las múltiples apariciones marianas en los últimos tiempos. Porque María en la tierra fue tan contemplativa (dice Adrienne von Speyr), puede ahora en el cielo ser tan activa, dejando a la Iglesia tomar parte en la abundancia de su recuerdo. Únicamente a través de lo que ella misma muestra, nos introduce en el misterio de lo que es la Iglesia en su esencia: pura obra de la gracia de Dios. María puede, precisamente desde su perfecta humildad, señalarse a sí misma, porque en ello no señala sino lo que la gracia omnipotente de Dios puede hacer, y al tiempo, lo que tenemos que esforzarnos para ser dignos recipientes de esta gracia, y desempeñar el verdadero papel de la Iglesia (como cuerpo y esposa de Cristo) en su misión salvífica para el mundo.
El rosario ha desempeñado un importante papel en todas las últimas apariciones marianas. Ocurre que María quiere pasar las cuentas del rosario junto a los que rezan. ¿Para qué? ¿Acaso para que se la invoque a ella con amor exclusivo y no a Cristo o al Padre? Al contrario, para mirar desde esta perspectiva, desde su recuerdo a los misterios de la vida de Jesús, y con ello a los acontecimientos salvíficos de la Trinidad. Nuestros ojos están empañados y cegados. Tenemos que ponernos -perdónese la imagen- las gafas de la Virgen para ver bien. "Jesús flagelado por nosotros". Lo que esto significa, brota en nosotros cuando experimentamos el efecto de esta flagelación sobre el corazón y el espíritu de la Virgen. No se trata de un poco de compasión. Jesús rechaza a las desconsoladas hijas de Jerusalén en el Vía Crucis. Pero la Madre camina oculta, velada, en plenitud de fuerza y debilidad al tiempo. Su corazón es el auténtico paño de la legendaria Verónica. Lo que Cristo, lo que Dios es para ella, se convierte en modelo de lo que debería ser para nosotros. Y esto sucede cuando intentamos contemplar con sencillez a través de ella los misterios de la salvación.
Nosotros olvidamos. Cosas de las que hemos oído hablar demasiadas veces, se desvanecen en nuestro recuerdo. Pero el recuerdo de María permanece fresco a través de los siglos como el primer día. Dejémosla aparecer diariamente ante nuestros ojos, como quiera ella aparecerse visiblemente a sus elegidos. Entre ellos y nosotros no existe ningún abismo. Más bien, como dice el evangelista Juan, para los cristianos vivientes, fe y sabiduría son una sola cosa. «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios» (/Jn/06/69). «Ahora sabemos que tú lo sabes todo, por eso creemos que has salido del Padre» (Jn 16,30). La fe es la entrega de toda la persona. Como María desde el primer momento lo dio todo, pudo ser su memoria limpia página donde el Padre escribió su palabra por medio del Espíritu Santo.
IV
MATRIMONIO Y VIRGINIDAD
1. La herencia de Israel
María es excepcional, mas no por ello queda aislada, y la piedad mariana no debería aislarla. Numerosas representaciones la incluyen en un grupo: el motivo de Santa Ana, la Virgen y el Niño, nos la muestra en el lugar que ocupa en su familia; el encuentro con Isabel muestra con maravilloso simbolismo la profunda unidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, el hijo de María bendice a su propio precursor. A menudo se ve a los dos niños jugando juntos bajo la protección de la Madre. También se representan los esponsales de María con José, y más frecuentemente aún a María con Juan al pie de la cruz, y finalmente, la atónita mirada de los apóstoles en su ascensión a los cielos desde el luminoso sepulcro. Por única que fuese no estuvo nunca aislada. En el encuentro con el ángel, ya estaba definitivamente desposada, y desde la cruz, su Hijo la coloca también definitivamente en medio de la Iglesia.
Los pasos previos en Israel se cumplen en ella y con sobreabundancia. Nuestra disertación ha de tratar aquí de dos cosas: de la santidad del matrimonio en el antiguo pueblo, y de las formas en que los profetas habían representado la actitud de Dios como esposo de Israel.
En Israel el matrimonio estaba santificado porque se esperaba en el futuro la venida del Mesías. La esterilidad, como no podía contribuir a la venida del Mesías, era considerada ignominiosa (Gen 30,23; 1 Sam 1, 5-8). Al concebir Isabel, la anciana y estéril, dice: "así ha obrado el Señor conmigo, cuando quiso quitar mi oprobio ante los hombres" (Lc 1,25). Aún es más significativo que Dios mismo venga en ayuda de la capacidad de engendrar de los hombres: cuando Dios socorre a Abraham con el hijo de la promesa, o cuando ayuda a Zacarías a engendrar al precursor de Jesús, siempre puede cuestionarse quién es el que realmente engendra, si Dios o el hombre. Lo que le sucede a Abraham, el que su cuerpo apagado produzca fruto, es para él «resurrección de los muertos» (Rm 4,17; Heb 11,19). Sabe que Dios actúa totalmente a través de él. Zacarías, como no tiene una fe tan pura, aunque engendra al niño, recibe un castigo. Lo que el hombre no puede, lo puede Dios en él, y el hombre debe reconocerlo. El punto culminante de esta línea lo constituye José, de quien hablaremos más adelante.
Pero veamos antes el segundo tema del pueblo de Israel que apunta al futuro. El adulterio del pueblo en su alianza con Dios debe exponerse ante sus ojos mediante los gestos de los profetas: lo que ellos hacen y padecen al respecto es como una incipiente encarnación de la palabra de Dios. A Jeremías, entre otras muchas cosas, se le prohíbe también el matrimonio. "No debes tomar mujer, ni tener hijos o hijas" (Jr 16,2), porque el profeta tiene que hacer visible que Dios no quiere saber nada de la esposa infiel. A Ezequiel se le anuncia la repentina muerte de su mujer, «alegría de tus ojos», pero «no debes llorar, no debes derramar ninguna lágrima. Suspira en silencio, no lleves luto» (Ez 24,1S ss.). ¿Por qué? Porque tampoco Yahveh se aflige por la pérdida y el destierro del pueblo infiel. Aún más amargo es el mandato de Oseas de casarse con una prostituta (Gómer, o bien era prostituta desde el principio, o bien había sido infiel al profeta), y «engendrar con ella hijos de prostitución», en cuanto que la culpa de la madre pasa a los hijos, que reciben nombres alusivos a tal situación, como por ejemplo «maldita» (Os 1, 2-9). Dios aclara que con ello quiere significar su relación con el pueblo, pero ofrece al final una futura reconciliación con la infiel (2,4-2S). El celibato no queda aquí como un castigo para los profetas, que obedecen en todo, pero sí en cambio como una severa advertencia para los desobedientes. Es asunto que apunta al futuro, recae en la perfecta obediencia de los profetas en el uso y la abstinencia de la sexualidad.
2. María y José
Ahora se comprende mejor quizá cuál es el significado teológico del matrimonio entre María y José. No es sólo necesario para que el hijo de María pueda ser tenido por descendencia de David, sino también para llevar a plenitud el sentido religioso del matrimonio veterotestamentario. Con ello José corona las dos líneas indicadas, atravesando el umbral de la alianza definitiva. Corona la fecundidad de Abraham, a quien Dios dio toda la tierra, y que entendió su fecundidad como «resurrección de los muertos», y que por tanto dejó todo el espacio disponible a Dios. Para un hombre que vivía para el matrimonio, esto supone una renuncia desde la fe, y precisamente a fin de tener parte en la fecundidad virginal de su mujer. José se inscribe aquí totalmente en la esfera de la nueva alianza. Corporalmente, puede que aparezca meramente como el «padre nutricio» del niño; pero espiritualmente está mucho más hondamente implicado en la paternidad de Dios, pronunciando un silencioso sí a la renuncia que le pide el ángel. Su oculta fecundidad virginal no debe olvidarse cuando se contemplan las gracias de la Virgen a plena luz. La unión matrimonial de José y María es ejemplo tanto para los casados como para los célibes en la Iglesia de Cristo.
Naturalmente este matrimonio apunta principalmente hacia el pasado: es la plenitud del matrimonio como obediencia de los profetas en Israel. Pero apenas hace referencia al futuro, al ideal del así llamado «matrimonio josefino». Lo que apunta hacia el futuro es la unión María-Juan.
3. María y Juan
Lo último que funda el crucificado antes de que todo «se cumpliese según la Escritura», es la comunidad de María y Juan como comunidad de Madre e Hijo, que ya no tiene nada en común con el matrimonio. La fecundidad humana ha sido aquí definitivamente elevada por encima de la esfera de lo genital, mas no en el sentido de una «espiritualización», o contra la carne, sino en el sentido de una Iglesia cuyo núcleo lo constituye la unión eucarística de Cristo con su «esposa» y «compañera» (Apoc 21,9). María, virgen fecunda, es el símbolo real de esta esposa, en virtud de su inaccesible origen y su destino escatológico (todo lo que pertenezca a la Iglesia, caerá entre este comienzo y este fin). Juan es el hijo real y simbólico de esta Iglesia, el único que como tal es amado por Cristo. Así puede decir San Efrén que cada una de estas dos figuras ve continuamente a Cristo en el otro: en María contempla Juan el origen perfecto de su maestro amado; en Juan, María ve corporalmente a quien su Hijo ha amado y sigue amando, y a quien más amó también.
De esta célula primigenia de la Iglesia, fundada en la cruz, saldrá todo lo que se ha de convertir en el organismo de la Iglesia: a Pedro, el que negó, ya designado como roca, se le concede el amor de Juan a fin de mantenerse en la pregunta del Señor: «¿Me amas más que éstos?», y ser después obsequiado con la promesa de la crucifixión. Juan, con quien vive la Madre, es miembro del colegio apostólico, un miembro tan importante que al comienzo de los Hechos de los Apóstoles se encuentra continuamente junto a Pedro: se convierte de este modo en el vínculo de unión entre la Iglesia santa e inmaculada y la Iglesia organizada jerárquicamente, ambas indivisiblemente una; ambas visibles en su unidad e invisibles en el misterio divino. Separar la una de la otra sería mortal para la Iglesia, y significaría negar la institución María-Juan nacida al pie de la Cruz.
Es por ello totalmente correcto que la cabeza paterna de la Iglesia (Papa significa Padre) se dirija siempre de nuevo a la Madre de la Iglesia para implorar de ella auxilio y fruto en el desempeño de su cargo. Juan, que ha unido a María con Pedro, puede muy bien pasar a segundo plano (en absoluto es un medio superior); le basta con haber recibido del Señor la promesa de "quedarse", pero no de tal manera que Pedro tenga una visión general sobre el alcance del amor: «si yo quiero que este se quede, ¿a ti qué?» (Jn 21,22 s.). Resumiendo la doble relación de María con José y con Juan, podemos echar una mirada al matrimonio cristiano. Para Pablo es, en cuanto sacramento, imagen de la relación de Cristo con su Iglesia, con lo cual el Apóstol vuelve su mirada al Génesis, cuando Eva fue formada del costado de Adán, pues la Iglesia ha nacido del cuerpo eucarístico de Cristo, al tiempo que se ha convertido en su cuerpo y su esposa. El hombre ha de imitar directamente el modelo de Cristo: «Vosotros esposos, amad a vuestras esposas como Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella» (/Ef/05/25). Amadlas como se ama y se cuida a la propia carne, pues «así lo hace Cristo con su Iglesia, como miembros de su cuerpo» (ib. 29 s.). Desde la Iglesia, no puede decirse que ella se entregase por Cristo (como para «salvarlo y limpiarlo», ib. 28). Su amor hacia él tiene otra figura: el «temor reverencial» (ib. 33). «Así como la Iglesia está sometida a Cristo, también las mujeres lo han de estar en todo a sus maridos» (ib. 24). ¿Dónde queda aquí la igualdad de sexos? Queda allí donde se dice: «someteos mutuamente en el temor de Cristo» (ib. 21) o «así como la mujer procede del hombre, el hombre existe por la mujer, pero todo procede de Dios» (1 Cor 11,12). En esta expresión, la posición de María, no resaltada por Pablo, se torna de nuevo clara.
Si la Iglesia, eucarísticamente considerada, procede de Cristo, Cristo procede físicamente de María. Y en el niño e incluso en el hombre Jesús debió de darse algo así como un «temor reverencial» hacia la autoridad materna de María, a quien él está agradecido, y cuya escucha y puesta en práctica de la palabra de Dios él alaba (Lc 11,28). Pero esta recíproca veneración en el amor no impide que María, considerando la dignidad de su Hijo, convenga con él precisamente cuando no comprende. Y aquí se incluye la descripción paulina de la actitud de la mujer respecto al hombre. No se puede hablar superficialmente de una superación sociológica de esta visión. María no es feminista; ella permanece como «la esclava del Señor», aun cuando pueda ser elevada a la categoría de «todopoderosa intercesora» ante su Hijo.
V
LOS POBRES
1 El Magnificat
Sobre los recursos económicos de María no sabemos nada, pero tampoco desempeñan papel alguno en su canto de júbilo. Tal es, en efecto, el Magnificat: no se maravilla de que Dios haya mirado «la pequeñez de su esclava», sino que, sencillamente, se alegra de ello, pues en este gesto reconoce al Dios de Israel que desde antiguo obró así.
El canto que Lucas pone en su boca reproduce fundamentalmente el de Ana (1 Sam 2, 1-10), en el que apenas se habla de otra cosa que de esta inversión de situaciones terrenas. Si María canta: «Derriba a los poderosos de su trono y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1,52 s.), ya Ana había proclamado: «Los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos dejan de trabajar; alza de la basura al pobre, para hacerle sitio entre los príncipes». Ana va aún más lejos en sus expresiones, que corresponden a varios pasajes del Antiguo Testamento, cuando aclara que «Yahveh da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece, da la muerte y la vida, hunde en el abismo y levanta». A la luz del Nuevo Testamento, también esto tiene su sentido, si se piensa que Dios ama a los pobres y humildes -mientras que él «contemplaba lo alto sólo de lejos»-, o que hizo descender a su Hijo al reino de los muertos para desde allí levantarlo sobre todo.
En los cambios realizados por Dios, María no ensalza su justicia, sino expresamente su misericordia, que «dura de generación en generación», pues él ha velado por «Israel su siervo», durante toda la historia, «acordándose de su misericordia». Si el «Siervo de Dios», a raíz de su elección, se hubiera crecido hasta ser un «poderoso», Dios no podría haber manifestado en él su misericordia. Sólo con la «esclava del Señor» «ha hecho obras grandes el poderoso, cuyo nombre es santo». El «pobre que yace en el polvo» no tiene ninguna propiedad especial de la que Dios pueda tener necesidad para elevarlo: la misericordia manifestada en él tiene su razón únicamente en Dios mismo, cuya gracia encuentra acogida en el espacio vacío de la pobreza, mientras que en el espacio abarrotado de los ricos, los potentados, los elevados no hay necesidad aparente de ella.
En Ana, y en todo el Antiguo Testamento, el punto de partida para la gracia de Dios, que libera y ensalza, es ante todo la pobreza social y material. El rico y el poderoso son por ello designados como los opresores y «enemigos» de Dios, cosa que no ocurre en el canto de María. Después, poco a poco se va acentuando la pura dependencia de Dios a que lleva la impotencia de los pobres, y que en María es el punto central. La humillación de la esclava que Dios mira, es el lugar de elección de todos los cambios llevados a cabo por Dios, el núcleo de la divina revolución del amor y su cotidiana tarea liberadora. María es la auténtica teología de la liberación en persona, al coronar de modo sobreabundante la profunda visión del Antiguo Testamento, interiorizada en ella.
2. «Haced lo que él os diga»
Jn 2, 5: En las bodas de Caná, María desempeña un misterioso papel. Los novios que les habían invitado a la boda eran, evidentemente, conocidos de la familia de Nazaret: se invita a la madre -su esposo probablemente ya no vivía-, y al hijo con sus amigos, considerados como sus primeros discípulos. María es una más entre otros muchos invitados. Pero es la primera en advertir el apuro de aquella gente, probablemente pobres. Y cuando se lo hace notar a su hijo, no lo hace ciertamente porque espere un milagro de él (hasta ahora no ha obrado ninguno, Jn 2,11), sino con la esperanza de que hallará una solución. Lo que se ha de considerar aquí es la atención de María a las necesidades de los pobres, y su instintivo sentimiento de que su hijo tiene que saberlo y buscar remedio de alguna forma.
Y entonces, es como si toda la escena se hubiese elevado un peldaño más alto. Jesús ha asumido su tarea; no es el hijo personal. Y en esta tarea no ve ya a María como la madre personal, sino como «la Mujer», la otra, la «auxiliadora», que asumirá su propio papel cuando el en la cruz sea definitivamente el «nuevo Adán». Ella ya ha sufrido; la espada traspasa su alma. El, en cambio, adelanta su «hora». Entonces él, totalmente pobre y despojado de todo, incluso de Dios, convertirá el vino en su sangre: condescendencia abrumadora para con la petición más audaz. La «mujer», a la que él relega («¿qué hay entre tú y yo?») es, sin embargo, ya desde el primer momento la Iglesia. Y como tal tiene derecho a persistir en su «ruego» (aunque propiamente no es más que una indicación sobre la pobreza de la gente). Pero lo hace del modo más maravilloso, en el que lo expresa todo al mismo tiempo: su total indiferencia y entrega a la voluntad de su Hijo, pero también su confiada esperanza. Y precisamente por el desprendimiento de su propia voluntad, por su abandono, es por lo que vence y se anticipa la hora de Cruz. El vino no se convertirá aún en sangre, pero sí el agua en vino: "Haced lo que él os diga". Quizá toda la vocación de María no está en ningún otro momento más presente que en estas palabras.
3. «Vinieron su madre y sus hermanos»
En Caná vimos a María entre los pobres materialmente. Aquí (Mc 03,31) la vemos con los pobres espiritualmente. Estos «hermanos» -primos y otros parientes cercanos, aún hoy llamados «hermanos» por los árabes- estaban irritados por el extravagante comportamiento de Jesús, a quien tomaban por demente. Cuando se presente en Nazaret, se escandalizarán de que se ponga por encima de sus parientes: «¿No viven sus hermanas con nosotros?» (Mc 6,3). Ya vimos que ellos, que no creían en él, le instaban a que actuara en Jerusalén: «Nadie que intenta hacerse famoso actúa a escondidas; ya que haces estas obras, manifiéstate al mundo» (Jn 7,4 s.).
Hay que imaginarse a María bajo esta luz. Ella no piensa contradecirlos, ni tampoco destacarse entre ellos como si lo supiera todo. Soporta estas murmuraciones día a día y, probablemente, también el reproche de por qué no lo educó mejor, y que ella le ha metido en la cabeza esas patrañas. Ella pertenece al clan. La Inmaculada pertenece al clan de los pecadores; el trono de la sabiduría, a la infinita estupidez de los hombres. Hay que escuchar las discusiones de estos compadres sobre el modo de acabar con este exceso. Ante todo deciden enviar una expedición para ver personalmente el asunto, y mandan a su madre con ellos. Pero los recién llegados se llevan un chasco, incluso cuando le avisan a Jesús de que su madre está ahí. El clan ya no cuenta. Ahora se trata de una familia distinta: la de los que creen y cumplen la palabra de Dios.
Es fácil imaginarse lo que el grupo iría hablando de vuelta a casa. Es seguramente por ello (aunque Marcos relata antes el resultado 3,21) por lo que la familia llegó a la conclusión de que había que internarlo. Y no se quedaron en puras palabras, sino que pasaron a la acción: «Los suyos intentaban cogerlo, pues decían: ha perdido el juicio». Y María vive en medio de ellos. Cuándo empezó a creer en él uno de esos «hermanos», Santiago, no lo sabemos. El fue el sustituto de Pedro en Jerusalén cuando éste, liberado de la cárcel, tuvo que huir de la ciudad.
María no se separa del grupo. Pasa tan inadvertida que los sinópticos no la destacan entre las piadosas mujeres junto a la cruz. A varias se las llama por su nombre, mas no a ella. Quizá está aparte, junto a Juan, alejada de las otras, oculta entre la masa de soldados romanos, del populacho curioso y vociferante, o de las multitudes que, antes de la fiesta, pasaban junto a la cruz en su ir y venir a la ciudad. Una pobre mujer cualquiera.
VI
LA HERIDA SE ABRE
1 La humildad es inconsciente
Cuando el ángel se dirige a la joven como «llena de gracia», ella se estremece, pues con ello se arroja una luz sobre su propio ser, sobre el que nunca había reflexionado. La «pobreza de espíritu» (o, lo que es lo mismo, la humildad), no es una virtud comprobable -la aptitud, la utilidad, la habilidad, es algo de lo que se puede ser consciente , sino la conciencia no refleja de que todo lo que uno es y tiene es regalo y préstamo de Dios, sólo para poner de relieve a quien lo regala. Es significativo que Israel en sus salmos no tenga ninguna palabra para decir «gracias». En su lugar se dice «alabanza» (ante toda la comunidad). Únicamente el fariseo en el templo dice (en griego): «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los otros». Da gracias por algo que comprueba en sí; los salmos, por el contrario, sólo alaban a un Dios que regala. Cuando la mujer del pueblo considera dichosos «los pechos que te dieron de mamar», Jesús lleva la mirada desde lo que María tiene, y por tanto puede ofrecer, a aquello que ha recibido y sólo puede ser conservado como un regalo de Dios: «Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen». A aquellos que de tal modo están interiormente empobrecidos y vaciados, que se han despojado en su núcleo más íntimo, en su conciencia, para dejar sitio a la palabra de Dios. Sólo el pecador se vuelve a su yo; la Inmaculada (la única que ha habido) no conoce este «miramiento», pues mira directamente desde sí misma al Bien, y «nadie es bueno, sino Dios» (Mc 10,18).
Precisamente este desconocimiento de su impecabilidad es lo que convierte a María en «trono de la sabiduría». La sabiduría no es una posesión, sino una «luz resplandeciente» desde Dios, «conocida por los que la aman, encontrada por los que la buscan» (Sab 6,12). La luz de la sabiduría se reparte al pobre y al humilde como propia, pero siempre a condición de que éste nunca considere como propia la luz que desde ahora brilla en él y desde él, sino que sea permanentemente consciente de su origen y de la acción de la gracia con la que se le entrega la luz. María sólo puede remitir a Jesús, como Jesús sólo puede señalar al Padre. «Mis enseñanzas no son mías, sino de Aquel que me ha enviado» (Jn 7,16).
2. La herida como refugio
La "pobreza", en conexión con las otras bienaventuranzas, es una dolorosa privación; está en la línea del hambre, el llanto, la persecución. Esto es patente desde el Antiguo Testamento. Pero en el Nuevo, el hueco de la pobreza se convierte en una llaga que se extiende y, por tanto, que se hace sitio. Lo más íntimo es perforado, y se derrama lo último que allí quedaba oculto: un poco de sangre y agua. Esto acontece con el cuerpo muerto de Jesús, mientras «la espada que traspasará el corazón» se introduce en el cuerpo vivo de la madre y deja al aire su corazón palpitante. Ambos corazones se convierten en lugar de refugio en el que los pecadores pueden ocultarse igual que en la Edad Media los ladrones perseguidos en los altares de determinadas iglesias. «In tua vulnera absconde me: escóndeme de la policía y los alguaciles en el abismo de tus heridas».
Estos lugares de refugio se constituyen mediante la efusión de sangre. Y si para tal fin un Longinos puede prestar su lanza, el verdadero arma es «la palabra de Dios, más aguda que toda espada de doble filo», y más penetrante que cualquier cuchillo humano: «hasta separar cuerpo y alma» (Heb 4,12). En el crucificado, el alma que muere es separada del Espíritu de la misión, el de la cabeza inclinada queda entallado en el Padre y en la Iglesia. En la madre compadeciente, cuya alma «proclama la grandeza del señor», y cuyo espíritu «se alegra en Dios mi salvador», la espada atraviesa por entre la alabanza y el júbilo: el júbilo se abisma con el espíritu en Dios; mas se queda el alma, que en la escena del descendimiento, en la más densa oscuridad, en la debilidad más extrema, debe aún suspirar un sí de alabanza.
Aquí, y no en otro lugar, es donde encuentra el pecador, opresor o gimiente oprimido, un refugio. «El pobre no tiene amigo alguno en quien confiar; sea pues uno aún más pobre. Por eso, ven conmigo, hermana oprimida, y mira a María. Contémplala: no se queja, no espera nada, ¿qué le queda? Un pobre encontró a otro pobre; se miraron y callaron» (·Claudel-PAUL). La mayor pena es la que salva y con ello consuela. No con palabras tranquilizadoras, no con promesas de que vendrán tiempos mejores, sino sencillamente porque el dolor más profundo como tal siempre y ante todo es una alabanza, así como de un frasco de ungüento roto brota un aroma más fuerte.
Sigue siendo un misterio insondable, cómo esta necesidad abismal en el tiempo de una madre, es asumida en la entrada eterna de su glorificación. Su corazón sigue tan abierto como el de su Hijo, que en la cena eucarística continúa ofreciendo su sangre: "Mi sangre es verdadera bebida. Quien no bebe mi sangre no tiene vida en él". El corazón de la madre, traspasado por la espada, que se ofrece a todos los pobres como lo más pobre, no puede colocarse lejos del de su Hijo, aun cuando su estar abierto se entienda sólo como referencia a la infinita apertura del de su Hijo al Padre. "Yo soy la puerta", dice él. Ella tan sólo: «Yo soy la esclava; haced lo que él os diga».
3. Manto protector
No hay nadie que -lo quiera o no- no encuentre abrigo bajo su manto. Pues si su Hijo ha tomado a todos por hermanas y hermanos, ella no puede dejar de ser madre para todos ellos. Y puesto que ella fue primero su madre corporal y espiritualmente, y él nunca se emancipó de ella, ante él no puede pasar en vano una palabra de ella en favor de sus hijos. El es, sin duda, juez justo para todos nosotros, pues el Padre le concedió todo el juicio (Jn 5,27), y el poder sobre toda carne (Jn 17,2); pero Dios no le ha retirado al Hijo encarnado su madre y su maternal autoridad intercesora. ¿Es entonces su título de «todopoderosa intercesora» una piadosa exageración?
En Caná ha demostrado cómo por encima de todo pensamiento lleva a cabo su petición. Allí es rechazada al principio, incluso con dureza; el Hijo piensa en su propia misión, y la petición de María parece por el momento oponerse a ésta. Pero, ¿qué es lo que hace el "trono de la sabiduría"?, ¿qué hace la «mujer fuerte, en la que confía el corazón de su marido»? (Prov 31,1O s.). Simplemente apela a lo más íntimo del corazón y la misión del propio Jesús, cuando digiriéndose a los criados les dice «haced lo que él os diga». Aquí coinciden la sencillez y la astucia, cuando María penetra en Dios desde su justicia hacia las profundidades de su misericordia. Como Madre puede permitírselo, porque una Madre de verdad no castiga a sus hijos sino por amor, y porque está convencida de que con ello es más profundamente justa que todas las abstracciones sobre la justicia creadas por los hombres para sus estados. Como mujer, tiene su corazón en el corazón y no en el cerebro. Y sabe también que un Dios que ha pensado y creado a la mujer no puede tener su corazón en ningún otro sitio.
¿Queda con ello inmerecidamente exagerado el papel de María? Ella es tan sólo la pobre, la esclava, la exiliada en el desierto de la historia, atacada por el dragón, y la que persevera hasta el fin de los 1.26O días. Sí, pero es también en sus dolores de parto la Mujer vestida de sol, rodeada de las doce estrellas del Cordero, con la luna bajo sus pies, verdaderas insignias de su incomparable maternidad. Se le arrebata lo que nace de ella: procede de Dios y pertenece a Dios; ella permanece en el desierto. Pero permanece como la que era y será para siempre: la Madre. Y ¿qué hijo, aunque fuese Dios, olvidaría el papel de su madre y su postura respecto a ella? «Honra a tu padre y a tu madre...». ¿Cómo podría el Hijo del hombre que honró en todo a su Padre celestial no haber honrado igualmente a su Madre en la tierra?
«Honra de todo corazón a tu padre y a tu madre y no olvides nunca los dolores de tu madre. Recuerda que tú has nacido por ella; ¿cómo le pagarás cuanto ha hecho por ti?» (Eclo 7,27 s.).
MARIA, HOY
Ed. ENCUENTRO.Madrid págs. 5-71