Mari es uno de esos seres humanos tan próximos a la extinción. Trabaja desde hace trece años en la misma casa, con la misma familia. Al núcleo familiar les ha resultado indispensable y ella ha ido, poco a poco, sintiendo indispensable a esa familia que no es la suya. Maria está adornada con la sencillez, la dulzura y el don de la donación. En los cinco hijos de los Villegas ha visto realizada su frustrada maternidad y siempre ha estado cercana a esos niños a los que cuida, educa y tanto quiere.
Mari ama hasta el tuétano a sus «peques». Jamás le ha importado que vayan creciendo pues el desarrollo físico no le parece motivo para quererlos menos. Los acuesta, los levanta, algunos todavía los baña, los peina, los viste, les persigna, les lleva a la escuela… Sabe hacer pocas cosas, pues nunca recibió educación escolar, pero eso poco que sabe hacer lo sabe hacer óptimamente. Así, ha enseñado a las niñas sus escasos conocimientos: el punto de cruz, remendar pantalones, hacer vestidos para las muñecas, a cocinar excelentemente y hasta elaborar un suetercito para el hermano más pequeño. A sus tres «pequeños diablillos» les enseña a comportarse, a obedecer, a comer de todo, a bien gastar el dinero, a hablar bien del prójimo; que ya es mucho.
Todas las tardes los cinco niños se reúnen en la cocina, con puntualidad inglesa, a los pies de Mari para que les cuente una de sus historias que tan bien sabe narrar. Después les canta y todos terminan felices, contentos y satisfechos.
Mari es tan dócil que no sabe decir que no. Se presta para todo y, en rigor, en su vida no existen los días de asueto. Que si hoy los señores deben salir a una cena, que si mañana a una junta, que si pasado al club… -«¿Podrías cuidarlos, Mari? Tenemos que salir de urgencia… Quizá volvamos tarde, ¿podrías quedarte con ellos?... Mari, no hay quién vaya a recoger a los niños al cole…» Y ella hace todo lo que le piden o insinúan. Si sale a la calle es por una verdadera necesidad y no por mero placer ordinario: que si a pasea a los niños, que si a llevarlos al parque. Y si sale sola es para asistir a misa o al Rosario.
De vez en cuando van juntos al circo. ¡Cómo le gusta el circo! Parece niña entre los niños. Abre la boca cuando los leones bostezan, y sus ojazos verdes cuando salen los elefantes; su risa es límpidamente pueril ante las gracias de los payasos, y sus asombro tan superlativo ante los trucos de los magos o los malabares de los hombres y mujeres del trapecio. Salvo esas pequeñas salidas, Mari se reserva, como a modo de consagración, al cuidado de los que son también sus niños.
El año corre tranquilo hasta que llega la Navidad y el Año Nuevo. ¡Qué preocupaciones por la Navidad! Ella quiere hacer sus regalitos a Jorgito, Felipín y Paquito pero qué puede obsequiarles si tienen carritos de control remoto, los últimos modelos de todo tipo de juguetes, bicicletas y patines del diablo, juegos de video y m0cuho más. No va a obsequiarles a Julietita y Ana unas muñecas de trapo cuando tiene la habitación llena de monas, desde la que habla, pasando por la que hace del baño, hasta la que cierra los ojos y llora… Sus niños tienen juguetes y cosas muy buenas que les dan sus padres y ella no puede regalarles cosas baratas. Querría darles lo mejor pero realmente no le alcanza para más.
Por entonces sí sale un poquito más. Se va a la calle, con sus pocos ahorritos en mano, y se pasa la tarde viendo escaparates, preguntando precios, deseando encontrar alguna billetera perdida que nadie le vaya a reclamar. Ora entra en una tienda, ora en otra:
- « …Dispense usted, está un poco carito. Déjeme preguntar, ver la alcancía y ya volveré… Muchas gracias, perdone, sólo quería saber el precio…»
Mari derrama una que otra lagrimilla al ser consciente de sus carencias económicas. Luego se agolpan en su pecho aquellos recuerdos de su triste y precaria infancia. Nunca tuvo una muñeca ni siquiera de trapo, y traía a la mente cuánto le hubiera gustado tener aunque fuese una así…
De esta manera pasa los días. Saliendo a escondidas, preguntando sin comprar, ilusionándose con hallar esa billetera sin dueño. Qué buena es Mari. No se da cuenta de que todo el año su vida es un regalo de Navidad o años nuevo prolongado; para los niños, para los padres. Cuántas «Maris» hay por ahí en la calle, a nuestro lado, en nuestras casas. Y nosotros sin darnos cuenta. Sin valorarlas. ¿Es tarde? Creo que no.