Un profesor de filosofía del derecho explicaba que el sistema judicial de Occidente se había desarrollado hacia una dirección muy clara: proteger al más débil. Desde luego, esto no significa que la meta haya sido alcanzada con el nacimiento de las constituciones griegas, del derecho romano o de las legislaciones medievales o modernas. Han pasado muchos siglos desde que se iniciase a perfeccionar el sistema. Gracias a tantos esfuerzos, hoy se busca que los presuntos culpables puedan tener derecho a un abogado, a juicios de apelo, a recursos a sentencias, de forma que se garantice cada vez, de un modo más eficaz, la posibilidad de su defensa, y que todos crean en su presunta inocencia “hasta que no se demuestre lo contrario”.
Creemos, por lo mismo, estar lejos de esos pueblos que, en forma tumultuosa, lapidaban o ahorcaban a los presuntos culpables de un crimen, una violación o un robo. Creemos poder garantizar, cada vez más, la justicia para todos. Sin embargo, todavía hay mucho que realizar. Hay condenas que tienen un sabor a proceso político o a juegos sucios de intereses comerciales. Hay denuncias que carecen de todo fundamento, pero que tienen “congelada” la fama de personas inocentes, algunas de las cuales no pueden pagar una defensa eficaz, un abogado honesto, o simplemente no encuentran quién pueda salir a defenderles. Son situaciones enormemente graves, que apelan a toda la sociedad y nos piden que mejoremos nuestros tribunales, que no permitamos que el dinero, la pereza, la burocratización excesiva u otras maniobras misteriosas, puedan acabar con la paciencia de ciudadanos e, incluso, puedan condenar a inocentes cuando los culpables campean libremente en el mundo de los “honestos”.
Pero si es urgente mejorar el sistema judicial, es también necesario notar que existen otros tipos de condena, que pueden tener efectos más graves que los martillazos en una mesa de un juez de mirada amenazadora. A veces bastan unas líneas de calumnia en un periódico, una insinuación en la televisión, una sospecha lanzada por la radio, una acusación en internet, para quitar completamente la fama a una persona o una institución, sin que se deje muchas veces espacio a una defensa justa.
Si nos horroriza la imagen de un “gran inquisidor” que amedrenta y arrastra a la condena, a los hierros o al fuego, a un pobre hombre que piensa de un modo distinto, también nos llena de preocupación el que se pueda lanzar con gran libertad, sin espacio a la réplica, una acusación traidora, muchas veces bañada de intereses turbios, contra quien no ha sido antes escuchado, interpelado, respetado en su presunta inocencia.
En el mundo de la información, puede ser más dañino para un hombre o una mujer el ver su nombre calumniado en un medio masivo de comunicación que no el recibir una condena más o menos seria en un tribunal de justicia entre el silencio o la indiferencia de los profesionales de la prensa o de la radio. En el primer caso, quizá sin juicio, el “reo” nota cómo los dedos y los pensamientos de muchos le señalan como culpable de delitos que quizá nunca ha cometido. En el segundo, quien ha sido declarado culpable, en la serenidad y la calma de un cierto anonimato, recibe un castigo proporcionado a su falta, pero sin que su caso transcienda más allá de quienes deben ser informados de la sentencia.
Desde luego, hay juicios que merecen la atención de la opinión pública. Pero una cosa es informar de un proceso en el que (esperamos) se trabaja con honradez y equidad, y otra es lanzar a los teletipos de los periódicos un imaginado, supuesto delito, de un ciudadano que, de la noche a la mañana, recibe una condena pública que puede llevarle a perder su trabajo, o el desprecio ciudadano, o la confianza de algunos amigos... Aunque, como decía Aristóteles, el verdadero amigo no se pierde por una calumnia, pues quien sí conoce al “condenado” puede intuir cuánto hay de mentira en una difamación multimedial.
Siempre nos aterran los métodos inquisitoriales. El mundo de la democracia debe garantizar que no se repitan hechos parecidos. Y la gran prensa, la televisión local o internacional, los diseñadores de páginas informativas en internet, deben tener en cuenta que cualquier dato que se lanza a la movediza y frágil “opinión pública” puede tener consecuencias condenatorias de proporciones incontrolables.
Queda abierta, desde luego, la posibilidad de que los calumniados se defiendan. Pero una cosa es apelar contra una sentencia de un tribunal bien definido, con miembros concretos y acusaciones reales, que pueden ser respondidas una a una, y otra intentarlo contra un juicio “informático” social. ¿Cómo defenderse de una duda, de una insinuación, de un “se dice” que corre anónimamente de boca en boca, de página a página? ¿A quién acusar? Y, en el caso de encontrar un culpable y vencer el juicio, ¿de qué sirve si la sentencia queda olvidada ante la indiferencia de los mismos medios de comunicación, que apenas sí le dedican, si uno es afortunado, algunas líneas en las páginas menos leídas del periódico?
Además, no faltará quien diga que, al perseguir a los calumniadores en los medios de comunicación se atenta contra la “libertad de prensa”... Por eso algunos creen que es mejor callar, y se resignan a recibir el Sambenito, como en los tiempos peores de la Inquisición, y caminan por las calles como condenados virtuales, como enemigos públicos que deben pedir perdón y recibir el desprecio social por culpas que nunca han cometido...
Así funciona el mundo. Sólo que, si seguimos creyendo en la justicia, también esto algún día acabará. Hemos terminado con los “juicios sumarios” y con las ejecuciones apresuradas de inocentes que no tuvieron tiempo de decir ni pío. También algún día los mismos defensores de la libertad de prensa reconocerán que el derecho a la información no coincide con la difusión de la calumnia, y sopesarán, antes de publicar una noticia picosa y corrosiva, si se respeta el interés del “presunto malhechor” de defenderse con todas las de la ley.
Algunos buenos reporteros han ayudado a terminar con graves injusticias del pasado. También habrá quienes ayuden, en el mismo mundo de la información, a terminar con aquellos escándalos periodísticos que sólo sirven para quemar a inocentes en hogueras de papel o de chips electrónicos... Y entonces, lo mejor que hay en el periodista honesto saldrá a la luz, y el mundo de la información será lo que quiso ser en sus mejores momentos: una defensa decidida de la verdad en favor de la justicia y de la dignidad de todos.