El siglo XX puede ser llamado “el siglo de los mártires”. Así lo ha escrito un estudioso italiano, Andrea Riccardi, en un libro que lleva precisamente ese título.
Un preludio a la sangre de tantos mártires del siglo XX tuvo lugar en China, justo en el año 1900. Estos hermanos nuestros dieron su vida para confesar el Amor de Dios presente en el mundo. Querían gritar su fe en Jesucristo en las tierras de una nación inmensa, entre un pueblo que todavía anhela el anuncio de la salvación.
La situación política en la que se colocan los hechos que vamos a recordar era sumamente compleja. El sistema de gobierno chino se encontraba en un momento de crisis, debido, entre otras cosas, a la prepotencia de los gobiernos y de los ejércitos de diversos países (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia y Japón, entre otros). Además, en los años anteriores se habían producido diversos episodios de carestía y epidemias, lo cual hacía más dramática la vida de los habitantes de las provincias chinas más afectadas.
En medio de un clima de conflictos y humillaciones, los misioneros no dejaron de ofrecer el Evangelio a quienes lo deseasen. Hubo numerosas conversiones, pero también mucha desconfianza. ¿No hablaban los misioneros los idiomas de los soldados invasores? ¿No venían de Francia, de Italia, de Alemania, de Gran Bretaña, de Estados Unidos, es decir, de algunos países que estaban humillando al Imperio chino?
Este contexto explica, pero no justifica, el clima de odio que se creó contra los cristianos en algunos ambientes chinos. Había que acabar con los misioneros, y había que extirpar la fe cristiana, también de aquellos hombres o mujeres de China que habían empezado a creer en Cristo.
En 1899 la rebelión empieza a hacerse realidad. Grupos de personas buscaban cómo terminar con la presencia extranjera en amplias zonas de China como reacción contra el dominio que las potencias extranjeras ejercían sobre el gobierno imperial. La emperatriz no dudó en apoyar, en algunos momentos, a los grupos de “patriotas” (algunos de esos grupos recibirán, por parte de los británicos, el nombre de “boxers”), si bien tuvo que actuar con mucho tacto, pues estaba bajo la continua presión de las legaciones extranjeras en Pekín.
La situación explota en el verano de 1900. A lo largo de la revuelta se atacará sistemáticamente a los extranjeros, especialmente a los más indefensos, los misioneros. También morirán numerosos cristianos que no quisieron renegar de Cristo. Unos 30 mil cristianos dieron su vida durante los meses de la revuelta.
Vamos a fijarnos en un grupo de mártires, los mártires de Taiyuan, sobre los que tenemos numerosas informaciones. Desde el conocimiento de algunos detalles de su martirio podremos descubrir cómo afronta la muerte quien tiene los ojos puestos en Jesucristo.
Taiyuan es la capital de la provincia de Shanxi, en la zona norte de China. La provincia había acogido a misioneros venidos de distintos lugares de Europa. La Santa Sede la declaró Vicariato apostólico, y su gobierno pastoral corría a cargo de los franciscanos. En 1900 el Vicariato de Shanxi tenía como obispos a mons. Gregorio Grassi (italiano) y su auxiliar, mons. Francesco Fogolla (también italiano). Había, además, un floreciente seminario formado por estudiantes chinos de la zona.
Trabajaban en la provincia varios misioneros franciscanos que llevaban a cabo su tarea en el seminario y en otros lugares. En 1899, poco antes de la persecución, habían llegado 7 religiosas franciscanas misioneras de María, procedentes de Italia, Francia, Bélgica y Holanda. Se dedicaron sobre todo a la atención de niñas huérfanas, y tenían un fuerte deseo de hacer descubrir el amor de Dios a quienes entraban en contacto con ellas.
La borrasca empieza a perfilarse a partir del 23 de abril de 1900. Llega a Taiyuan un nuevo gobernador de la provincia de Shanxi: Yuxian. Yuxian era temido por su odio contra los cristianos. Es importante subrayar este detalle, pues la persecución contra los cristianos, en algunas zonas de China, no fue un movimiento espontáneo de las masas populares, sino algo promovido y meditado precisamente por quienes debían asegurar la justicia y la paz en la vida social.
Pronto comienzan los primeros ataques a las comunidades cristianas de diversos lugares de la provincia. Las noticias llegan a la capital, Taiyuan, y los obispos hablan con el gobernador, que con astucia les tranquiliza y les dice que no tienen nada que temer. Mientras, el 21 de junio de 1900 la revuelta de los “boxers” llega a su cumbre en Pekín con el asedio de la zona donde se encuentran las legaciones extranjeras.
El 27 de junio, en Taiyuan, la hostilidad contra los cristianos se hace concreta: es incendiada la misión de los protestantes. Casi al mismo tiempo, el gobernador, Yuxian, manda una carta a la emperatriz con calumnias contra los cristianos. Dice que han escapado a las montañas y que preparan una revuelta. Pide permiso para actuar y defender así la “paz entre el pueblo”.
El 28 de junio un grupo de boxers intenta quemar la catedral católica de Taiyuan, pero al final les detiene el miedo. Piensan, equivocadamente, que los católicos esconden numerosas armas en la zona de la catedral.
El 29 de junio el gobernador emana un edicto en el que se invita a todos los ciudadanos chinos que sean cristianos a renegar de su fe. Si no obedecen, serán condenados a muerte. El decreto es leído en numerosos lugares públicos de la provincia y de la capital. Muchos cristianos se niegan a obedecer y se preparan para el martirio. El gobernador, en un gesto de rabia, manda un mensajero a la residencia del obispo para pedir que se dé permiso a los católicos para poder apostatar de su fe y salvar así la vida...
El 2 de julio llega de Pekín la respuesta de la emperatriz: el gobernador puede actuar contra los cristianos, pero sin asesinar a los misioneros extranjeros; a éstos se aplicará la expulsión. Yuxian pone manos a la obra, y se inician las ejecuciones.
Los soldados del gobernador sitian la residencia del obispo. Allí se concentran los dos obispos, otros sacerdotes y misioneros, las religiosas y los seminaristas. Entre los sitiadores, sin embargo, sigue en pie la idea de que en la residencia se esconden numerosas armas, por lo que no realizan el temido asalto general.
El 5 de julio el gobernador recibe la orden de acudir a Pekín y apoyar a las tropas chinas ante la defensa obstinada de los soldados occidentales. Antes de salir, decide terminar con los misioneros católicos. Manda una orden para que salgan de la residencia católica y sean encerrados en una vieja casa de mandarinos. De este modo, queda eliminado el miedo de los soldados chinos a las “armas escondidas” (que no existían en ningún lugar) en la catedral...
Mons. Grassi ve cercana la hora del martirio, y quiere consolar a sus comunidades cristianas. Escriba una carta en latín y la envía secretamente, el 8 de julio, a un sacerdote chino. Pero la carta es interceptada, y será usada como pretexto para dar la orden de la ejecución.
El 9 de julio de 1900, a las 3 de la tarde, el viceprefecto se presenta en el lugar donde están encerrados los católicos (12 extranjeros y 14 chinos). Pide a dos seminaristas que traduzcan la carta. Los seminaristas declaran que la carta es una invitación a los católicos para que estén tranquilos y aumenten sus oraciones.
A las 4 de la tarde llega el mismo gobernador, Yuxian, vestido con sus insignias militares y rodeado de un grupo de soldados. Los católicos son llevados afuera, para ser juzgados. Yuxian pregunta a mons. Fogolla: “¿A cuánta gente de mi pueblo has dañado hasta este momento?” Mons. Fogolla responde que sólo ha intentado hacer el bien. Recibe un golpe del gobernador, que luego ordena: “¡Llevadlos afuera y matadlos!”.
Una de las religiosas entona el Te Deum (el himno de acción de gracias). Comienza la masacre a base de golpes de espada lanzados ciegamente, a diestra y a siniestra. Las 7 religiosas quedan a un lado, mientras los hombres son asesinados. Luego les llega a ellas el turno del martirio. Una religiosa, suor María Clara Nanetti, había escrito años antes que deseaba ser mártir. La hora había llegado...
Así dieron su vida por ser fieles a Cristo 2 obispos, 3 misioneros franciscanos, 7 religiosas, 5 seminaristas chinos, y 9 empleados chinos que servían a los misioneros o a las huérfanas. La persecución apenas estaba empezando: en la región de Shenxi morirán más de 4 mil cristianos entre julio y septiembre de 1900.
Para comprender el espíritu con el que afrontaban la muerte los cristianos de esa provincia china podemos recoger aquí el testimonio de un anciano sacerdote, el P. Francis Li, en una homilía pronunciada en Hong Kong el 29 de noviembre de 2000. El P. Li había escuchado de sus padres (su padre estuvo a punto de morir, como leeremos en seguida) cómo iban a la muerte tantos hermanos nuestros, en ese primer año del “siglo de los mártires”.
“Mi madre contaba: Hacia las cuatro de la tarde del 9 de julio, mientras recitábamos las oraciones, oímos repentinamente descender del cielo una música bellísima. Nunca habíamos oído una música semejante. Repentinamente vimos una fila ordenada de banderas blancas venir de Taiyuan hacia nosotros. Esas banderas pasaron sobre nuestras cabezas y la música se hizo más fuerte y más deliciosa aún a nuestros oídos. Todos aplaudimos en nuestros corazones y nos arrodillamos. Comenzamos a animarnos unos a otros, pensando que se trataba ciertamente de la señal de que los obispos y los sacerdotes habían entregado ya su vida por la fe. Al día siguiente, una banda de soldados llegó a nuestra casa y nos anunció que los obispos y los otros habían sido matados.
Todos pensamos entonces que también para nosotros había llegado la hora de dar la vida por nuestra fe. Comenzamos a prepararnos recitando oraciones sin interrupción. Después de un poco, un soldado nos gritó: `¿Renegáis de vuestra religión o no?’. No se oyó siquiera un sonido de respuesta. Luego, el soldado ordenó que dos de las mujeres cristianas más ancianas fueran atadas y colgadas en el jardín. Lo hacían para infundir temor de la muerte a las muchachas más jóvenes. Las dos ancianas no tenían ningún temor. Animaban continuamente a las muchachas, diciendo: `Muchachas, ¡no tengáis miedo; la puerta del cielo está abierta; preparaos para subir al cielo!’.
El 12 de julio algunos oficiales volvieron y trataron de atemorizarnos y empujarnos a renegar la fe. Y volvieron a encontrar un silencio total. Entonces los soldados descolgaron a las mujeres ancianas atadas y las llevaron fuera. Pasados unos momentos, los soldados volvieron a entrar con dos vasos de sangre y nos dijeron que era la sangre de las dos mujeres que habían matado. No nos mataron, pero nos enviaron de nuevo a la iglesia.
Lo que sigue es la narración de mi padre: El 14 de julio, Yuxian, gobernador de Shanxi, publicó una orden: todos los católicos que no quieran renegar su fe deben reunirse cerca de la Puerta Norte. Al oír esta orden, todos los católicos estaban excitados, sus corazones llenos de alegría. Todos juntos comenzaron a caminar hacia el lugar establecido. A lo largo del camino se sostenían y animaban unos a otros. Mi abuelo era uno de esos fervorosos católicos. Apenas oída la orden, dijo a mi padre, que entonces tenía 15 años, y a mi tío: ‘Vamos, hoy estaremos en el cielo’. Luego se despidió de su familia y comenzó a caminar hacia el lugar del martirio. Desde sus casas hasta ese lugar había sólo 20 minutos de camino, pero pasaron por algunas calles alargándolo.
Llegados al lugar del martirio, se encontraron con otros muchos católicos reunidos ya. La mayor parte se conocían. El puesto no era muy amplio y los cristianos eran muchos. Apenas conseguían un puesto para sí. Todos se arrodillaron, bien compuestos, y comenzaron a recitar las oraciones a las que estaban más afeccionados. Según la costumbre del tiempo, los hombres tenían los pelos recogidos en una coleta. Para facilitar el trabajo del verdugo, cada uno alzó la coleta, teniéndola delante de sí con las manos. Doblaron el cuerpo hacia adelante y estiraron el cuello todo lo posible. De tal modo había lugar suficiente para que la espada cortara el cuello con precisión.
Esperaron durante más de tres horas por la mañana y no había señal del verdugo. Los cristianos comenzaron a agitarse. ¿Era posible que se les negara la corona del martirio? Hacia mediodía una banda de verdugos, guiada por algunos soldados, llegó al lugar. Se intensificó el murmullo de las oraciones de los cristianos. Y estiraron el cuello todavía más. A la orden ‘¡Matad!’, los verdugos comenzaron a golpear con la espada en todas las direcciones. Mi abuelo y mi tío estaban arrodillados a lo largo del sendero de la plaza. Sus cabezas rodaron por el suelo. Sucedió, sin embargo, que mi padre estaba arrodillado cerca de una roca. Por eso, cuando la espada cayó sobre él, tropezó con la roca y le cortó sólo parte de la carne de su cuello. Su garganta no sufrió daño alguno. Dado que los cristianos eran muchos, los verdugos no prestaban atención a que las cabezas estuviesen separadas de los cuerpos. De este modo, a mi padre le fue negado el privilegio de ver a Dios cara a cara, como, sin embargo, sucedió a mi abuelo y a mi tío.
Cuando el comandante ordenó terminar la carnicería, los verdugos habían asesinado sólo al 10% de los cristianos presentes. Los soldados y los verdugos regresaron a su campamento. Los católicos que no habían sido martirizados estaban muy contrariados. Detuvieron a los verdugos, implorándoles que los mataran. Pero sin resultado. La orden había sido dada ya. Los verdugos no habrían agitado más sus espadas. Los cristianos cayeron en los brazos unos de otros y lloraron.
Mi abuelo y mi tío se encontraban entre lo 39 mártires de la fe de ese día. Mi padre estaba herido, pero sobrevivió. Seguidamente comentaría: Cuando la espada del verdugo descendía sobre mi cuello, lo único que sentí fue el frío de la hoja. Luego perdí los sentidos. Permanecí en un charco de sangre durante dos días y dos noches. No sé cuánta sangre perdí. Por la mañana del tercer día, es decir el 16 de julio, un no cristiano pasaba por allí y notó un pequeño movimiento entre los cadáveres. Se acercó y vio a un conocido. Luego oyó a mi padre que susurraba con un hilo de voz: ‘tengo sed’. Esta persona de buen corazón, comprendiendo que mi padre había perdido mucha sangre, tomó agua de lluvia de un charco y, sirviéndose de una vaso de barro, la versó gota a gota en los labios de mi padre. Luego corrió a casa de mi abuela para decirle que su hijo estaba todavía vivo. Mi abuela lo llevó temporalmente a otra aldea a cerca de 10 millas de la ciudad.
Sobre la herida de mi padre no se aplicó ninguna medicina, ni la familia tenía dinero para comprar inyecciones o pastillas. Mi abuela encomendó a mi padre a los cuidados de Dios. Pensaba: Dios ajustará todo. La herida se cerró milagrosamente y se curó completamente. Seguidamente, mi padre, narrando la historia de su casi-martirio, habría dicho: desde el día en que fui herido hasta la curación no sentí nunca ningún dolor. ¿No es una prueba de que Dios está siempre conmigo?”
(La homilía del P. Francis Li fue publicada por la agencia Fides, el 10-11-2000. Varios de los mártires de Taiyuan han sido canonizados recientemente).