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A los 23 años...

A los 23 años se está en la plenitud de la vida. Las veleidades de la adolescencia han quedado 

atrás y se comienza a vivir la juventud, que en palabras de Rubén Darío es un “divino tesoro”. 

A los 23 años los horizontes son inmensos y se contempla la vida como un campo enorme listo para ser sembrado. No hay nada que parezca interponerse entre lo imaginable y aquello que podemos poner en práctica.

A los 23 años se es joven, ¡qué duda cabe! Y Juan Pablo II este 16 de octubre cumple 23 años. ¿Qué si estoy bromeando? Basta tomar el calendario y remontarnos al 16 de octubre de 1978 cuando en la Capilla Sixtina, ante la presencia del Colegio Cardenalicio que lo había elegido como sucesor del apóstol San Pedro para guiar el timonel de la Iglesia, respondió: “En obediencia de fe a Cristo, mi Señor, confiando en la Madre de Cristo y de la Iglesia, no obstante las graves dificultades, acepto”. (Redeptor Hominis, 2).

Desde ese momento el Pontificado de Juan Pablo II se ha caracterizado por ser un Pontificado joven, vigoroso, lleno de vida. Todos recordamos su discurso inaugural, una semana después de su elección, cuando en la plaza de san Pedro en una agradable mañana de otoño, delineaba lo que se podría considerar el programa de trabajo de un Papa: “Abrid de par en par las puertas de vuestro corazón a Cristo”. Y estos 23 años, con sus múltiples viajes, discursos, y trabajos, hasta pasar por el sacrificio personal del atentado, han dejado clara muestra de lo que ha sido capaz este hombre con tal de proponer a Cristo como el único necesario, la única fuerza para alcanzar la verdadera felicidad. En este arco de 23 años guiado siempre bajo el Espíritu Santo ha sabido diagnosticar perfectamente la enfermedad del hombre: “El hombre actual parece estar siempre amenazado por lo que produce, es decir, por el resultado del trabajo de sus manos y más aún por el trabajo de su entendimiento, de las tendencias de su voluntad... 

Teme que sus productos, naturalmente no todos y no la mayor parte sino algunos y precisamente los que contienen una parte específica de su genialidad puedan convertirse en medios e instrumentos de una autodestrucción inimaginable, frente a la cual todos los cataclismos y las catástrofes de la historia que conocemos parecen palidecer.” (Redemptor Hominis, 15). Y después de 23 años, con la fuerza de ser testigo de Cristo, vuelve a proclamar en Él la solución de los grandes problemas que aquejan al hombre: “Como aquellos peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo hablar de Cristo, sino en cierto modo hacérselo ver. ¿Y no es quizás el cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada época de la historia y hacer resplandecer también su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?” (Carta Apostólica Novo Millennio Ineunte, 16).

A los 23 años de haber iniciado su Pontificado Juan Pablo II sigue tan joven como cuando se embarcó como capitán de la nave y se lanzó mar adentro, escuchando las palabras de Cristo “rema mar adentro” (Lc. 5, 6) Y permanece joven porque ha sido, y seguirá siendo, un contemplador del rostro de Cristo, teniendo fija la mirada en el rostro del Señor.

Hoy, 16 de octubre de 2001, debe ser para nosotros los católicos un día de fiesta y de profundo agradecimiento a Dios Nuestro Señor por el don del pontificado de Juan Pablo II. Esperemos que junto con nuestra oración de acción de gracias elevada a Cristo, contemplemos su rostro, a semejanza de nuestro querido Papa, que lo ha hecho durante toda su vida.