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Las normas en la Iglesia

Las normas, si son justas, ayudan a armonizar la convivencia entre las personas y los grupos, establecen líneas de actuación para facilitar los comportamientos, permiten distinguir entre lo permitido y lo prohibido.

Pero, a lo largo de los siglos, se han dado y se dan casos de muchas personas que se oponen a las normas, reglamentos, leyes, códigos. Algunos, porque no entienden el sentido de esta norma o de aquella indicación. Otros, porque creen (en ocasiones con motivos válidos) que algunas normas son injustas. Otros, porque desean hacer lo que les gusta o lo que les beneficia a pesar de que violen normas fundamentales de la vida social.

Dentro de la misma Iglesia católica también existen normas y códigos de conducta. La Iglesia, en cuanto realidad humano-divina, no existe como algo totalmente desencarnado y sin estructuras. Los católicos, como cualquier otro grupo humano, conviven entre sí gracias a normas y reglas de comportamiento intraeclesial.

Muchas de esas normas y reglas están recogidas en el Código de Derecho Canónico, el texto fundamental para la vida organizativa de la Iglesia. Es bueno recordar que tenemos dos códigos: uno para las iglesias de rito latino (llamado simplemente “Código de Derecho Canónico”) y otro para las iglesias de rito oriental (llamado “Código de los Cánones de las Iglesias Orientales”).

Junto a estos dos textos fundamentales, existen en la Iglesia católica numerosas normas muy concretas para la liturgia. De este modo, los obispos, sacerdotes y fieles pueden conocer, respecto de cada sacramento, las indicaciones prácticas sobre cómo realizarlo, qué ritos seguir, en qué lugares, bajo qué condiciones, etcétera.

Hay, además, otras normas de tipo más local, como las que emana una conferencia episcopal o un obispo para los católicos de alguna zona geográfica, o las que propone un párroco para sus fieles, o las que aceptan las distintas órdenes, congregaciones religiosas y asociaciones de laicos como parte de su organización interna.

Muchas normas, sí. Normas que algunos ven como opresivas, como limitantes de la acción del Espíritu Santo, como atentado a la libertad de conciencia o a la iniciativa de las personas.

En realidad, las normas no son una coacción a ninguna libertad, sino una pista para que cada uno, consciente y maduramente, actúe como parte de un grupo humano. Para los católicos, ese grupo recibe el nombre de “comunidad”, de “asamblea”, de “iglesia”. En ese sentido, el respeto de normas, a veces tan sencillas como las que nos indican cuáles son los modos de celebrar la misa, no es ninguna “pobreza” o “limitación”, sino la riqueza que nos permite sentirnos en la unidad de la familia.

Por eso es tan hermoso poder participar en misas en tantos lugares de un mismo país o incluso en países distintos, y encontrar que el rito es el mismo. A veces, es verdad, los obispos autorizan, con permiso de la Santa Sede, algunos pequeños cambios litúrgicos. Pero la unidad en lo esencial permite que nos sintamos en casa en todas las iglesias.

En cambio, es triste descubrir que hay católicos que buscan saltarse las normas, que rompen esa unidad social y visible que podemos conseguir gracias a las indicaciones prácticas dadas por el Papa y los obispos. Más triste aún es encontrar sacerdotes que violan continuamente las normas litúrgicas, que no respetan detalles pequeños que tienen un rico significado no sólo social, sino también teológico.

No es el caso de juzgar aquí a las personas. Basta con reconocer que en la Iglesia vivimos millones de bautizados, y que todos tenemos las debilidades propias del ser humano. A veces por prisa o inconsciencia, otras por rebeldía o deseo de aparecer, otras por intereses innobles o ambiciones mezquinas, somos capaces de saltarnos normas que tienen un sentido social y que ayudan a construir la unidad desde la fe y el amor.

Respetar las reglas puede ser también, tenemos que recordarlo, resultado de un frío legalismo, de un habituarse a seguir las normas sin darles el valor que merecen, sin reconocer que a veces un conflicto de normas exige discernir sobre cuál sea la más importante y cuál habría que dejar por ahora entre paréntesis. El legalismo puede llevar, ciertamente, a la uniformidad, pero olvidando el espíritu profundo que debe haber en todo corazón cristiano.

Respetar las reglas y normas de la Iglesia, en cambio, debe ser algo que nazca desde la fe y el amor. Sentirse sanamente contentos de ser católicos nos llevará a vivir los distintos aspectos de nuestra vida cristiana, incluso en los detalles más pequeños.

Lo principal, siempre, será vivir a fondo los mandamientos y las bienaventuranzas. Desde esta “ley fundamental”, también sabremos fomentar y vivir la unidad en lo grande y lo pequeño, bajo el Papa y bajo los obispos. Así entraremos y saldremos del aprisco, que es la Iglesia, guiados por el Buen Pastor y por aquellos que, en nombre de Cristo, apacientan al pueblo santo de Dios.