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Laicidad e Iglesia

¿Exige la laicidad del estado la total separación respecto de la autoridad religiosa?, ¿constituye esta laicidad una garantía para el respeto de la libertad ciudadana?, ¿libera de posibles imposiciones dogmáticas? 

Prácticamente toda la historia ha sido testigo del juego existente entre autoridad política y religiosa. Ya los griegos y los romanos se servían de la autoridad religiosa para consolidar la autoridad política. En el cristianismo ha sido constante la lucha entre el cesaropapismo y la exclusión radical de la religión en ámbito civil. Al respecto ha habido maduraciones, tanto en terreno eclesiástico como en el público. Si se piensa en la diferente actitud entre el Beato Pio IX que prohibió a los católicos italianos participar en política, Pio XII que prohibió votar por el partido comunista, y Juan Pablo II que animó a los católicos a tomar parte activa en la vida pública de forma coherente con sus creencias. El laicismo ha conocido un cierto progreso, baste pensar en Sarkozy, presidente de Francia, cuna del laicismo, que habla de cooperación y respeto con la autoridad religiosa frente a un Juárez que, en nombre del estado laico, confisca los bienes eclesiásticos.

Beligerancia o cooperación, he ahí los dos conceptos clave. Sin embargo no son perfectamente simétricas las posturas. Frente a una izquierda que invita amablemente a los cristianos a volver a las catacumbas recluyendo sus convicciones religiosas en la conciencia, sin posibilidad de que tengan ninguna incidencia pública, se alza la doctrina social cristiana, que impulsa a los cristianos a participar activamente en la actividad política, sin prescindir de sus convicciones morales al hacerlo. Si nos trasladamos a otras latitudes, observamos que el Islam, por ejemplo, no conoce la distinción entre orden civil y religioso (el origen de la misma es profundamente cristiano, paradójicamente puede afirmarse que el laicismo es un hijo bastardo del cristianismo, o por lo menos mal agradecido). Es decir, mi religión me exige incluir dentro de ella el orden civil, he ahí el drama en el que se debaten los pocos estados laicos del mundo musulmán y la desventaja de otras minorías religiosas, como los cristianos, casi siempre condenados a ser ciudadanos de segunda, cuando no víctimas de la violencia.

La doctrina social cristiana busca establecer un diálogo sin prejuicios, basado en la razón, con todos los hombres de buena voluntad, independientemente de cuál sea su credo. Es conciente de la capacidad de la razón para dirimir conflictos y encontrar soluciones adecuadas, respetuosas de la naturaleza de la persona. Desde esta óptica no es descabellado o abusivo lo que propone: una mutua autonomía de los órdenes civil y eclesiástico, aunada a una valoración positiva de la laicidad, frente a su corrupción, que es el laicismo. La distinción, más que suscitar oposición, debe generar una colaboración, ya que ambos órdenes inciden en las mismas personas, en beneficio de la sociedad.

La correcta comprensión de la laicidad, de la auténtica autonomía, conduce por ejemplo, a no confundir la actuación pública de los católicos coherentes con su conciencia, que intervienen en nombre propio, con libertad y responsabilidad personales, con una injusta intromisión de la Iglesia en la esfera pública; hacerlo supone un golpe bajo y en el fondo una discriminación hacia ellos por motivos religiosos. De la misma forma, cada político católico no puede hacer un uso abusivo de esta denominación, no debe comprometer a la Iglesia con sus propias posturas políticas, o presentarlas como posturas oficialmente católicas, o abusar de una exhibición inmoderada de sus creencias para atraerse la simpatía de los votantes. Los ciudadanos deben escogerlos por su pericia política y por sus convicciones morales, con las cuales se sienten representados, no por la exhibición teatral de su piedad, ajena a su función pública. Se trata de no inducir al error o a caer en equívocos a sus votantes, sirviéndose del credo como carta política.

Por su parte el político cristiano, si bien no debe involucrar a la Iglesia en sus propias decisiones políticas, ni servirse de ella -que tiene una finalidad trascendente- para fines particulares, no debe sin embargo prescindir de sus convicciones en el ejercicio de su trabajo: sin comprometer a la Iglesia, debe actuar conforme a sus convicciones, de modo coherente con la fe y la moral, siempre a título personal. La política no es un ámbito amoral o “a-personal”, todo lo contrario, es el ejercicio más auténtico de la libertad y de la ciudadanía, propios de la persona racional –por lo menos según el pensamiento clásico griego-, y la gente tiene derecho a conocer la integridad moral del político, precisamente porque es una persona pública; el político se elige por su capacidad y sus actitudes, entre las que se encuentran la calidad y la firmeza de sus convicciones. Por el contrario, una persona sin principios es sumamente peligrosa, porque lo sacrificará todo, incluso la utilidad pública, a su afán de poder.