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La vigilancia cristiana

¿Por qué uno siente necesidad de vigilar? Fundamentalmente porque quiere conservar un tesoro sumamente importante, y porque existen amenazas y “enemigos” que pueden dañar o robar ese tesoro.

El tesoro del cristiano es la amistad, la presencia, la gracia de Dios en su propia alma. Se trata de un tesoro sumamente bello, que recibimos como regalo totalmente inmerecido: cuando vivíamos en el pecado y lejos de la Verdad, Cristo murió por nosotros, nos ofreció su Amor eterno (cf. Rm 5).

San Pablo recordaba esta verdad en primera persona: “vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gal 2,20b). Y la repetía a los primeros cristianos: “Pues habéis sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios” (Ef 2,8).

El tesoro es inmenso y lleno de Amor. Desde la cruz de Cristo podemos ser reconciliados con el Padre, nos hacemos hijos por la gracia, tenemos abierto el Reino de los cielos, empezamos a formar parte de la Iglesia.

Cuando valoramos y pensamos en tantas bendiciones de Dios, cuando las agradecemos en cada Eucaristía y en momentos personales de oración, entonces surge una necesidad profunda de vigilar, de guardar dones tan maravilloso. “Tú, pues, hijo mío, manténte fuerte en la gracia de Cristo Jesús” (2Tm 2,1).

Pero el tesoro es amenazado continuamente por mil enemigos insidiosos. Está ese egoísmo profundo, que nos hace anteponer nuestros intereses a los intereses de Dios y del prójimo. Está el demonio, que acecha, como león rugiente, buscando ocasiones propicias para apartarnos de Cristo (cf. 1Pe 5,8). Está el mundo, que encandila, que presiona, que desea ardientemente eliminar cualquier signo de Dios para construir una sociedad “perfecta” cuando, en realidad, sólo lleva a la desesperanza y al desamor.

Por eso el Catecismo de la Iglesia católica (n. 2730) nos recuerda, al hablar de la oración y de la lucha contra el egoísmo, la importancia de la vigilancia:

“Mirado positivamente, el combate contra el yo posesivo y dominador consiste en la vigilancia. Cuando Jesús insiste en la vigilancia, es siempre en relación a Él, a su Venida, al último día y al «hoy». El esposo viene en mitad de la noche; la luz que no debe apagarse es la de la fe: «Dice de ti mi corazón: busca su rostro» (Sal 27, 8)”.

Necesitamos abrir el Evangelio y volver a escuchar las palabras de Cristo: “Velad y orad, para que no caigáis en tentación; que el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14,38).

Vale la pena dedicar lo mejor de nuestro tiempo para mantener encendida la lámpara, para vivir totalmente dedicados al servicio del prójimo, para conservar una perla preciosa que viene del Corazón mismo de Dios. Vale la pena recordar que es ese mismo Dios quien desea poder acogernos, un día, con un abrazo lleno de Amor: “Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve hambre, y me disteis de comer...” (Mt 25,34-35).